viernes, 9 de diciembre de 2022

ICV Capítulo 9: Hacia la paz territorial

Introducción

En este post se incluyen los aspectos más relevantes en relación con la Paz Territorial  basados en el Informe de la Comisión de la Verdad (ICV)*, transcritos en forma sintética, extractando los principales hallazgos, siguiendo el texto original aunque excluyendo algunos detalles que pueden consultarse en el documento que aparece en la Referencia al final de este post, tales como testimonios, referencias bibliográficas y notas de pie de página. Por otra parte se ha simplificado la numeración, así como también los títulos y subtítulos, para que de esta manera resulte más atractivo a los lectores, pues muchas personas se desaniman al ver la extensión de las publicaciones originales (25 volúmenes que contienen 8,464 páginas), y para facilitar su localización se incluye en cada párrafo el número de la página o páginas del Informe original donde se encuentra.   

Síntesis                             

“En Colombia, el conflicto armado interno produjo la transformación violenta de territorios, a través del desplazamiento forzado y el despojo, entre otras múltiples formas de violencia. Esas transformaciones profundizaron el modelo de ordenamiento territorial elitista –que tiene origen en la Colonia– y el proceso de formación del Estado nacional, y que ha tenido como base la concentración de la tierra como fuente de riqueza y poder político. Hay un país que no ha contado en la construcción de una Colombia incluyente” (p.595)

“El conflicto armado facilitó que grupos de poder regional y nacional, tradicionales y emergentes siguieran tomando las decisiones sobre el gobierno de los territorios, en beneficio de sus intereses particulares, y poniendo permanentemente frenos a la democratización regional y local. La articulación de grupos de poder regional con los actores armados del conflicto promovió la violencia contra opositores políticos y fuerzas democratizantes de los territorios, especialmente aquellos que cuestionan el modelo de desarrollo, y las lógicas de acumulación y reproducción de capital que excluyen y despojan las tierras y derechos a campesinos y pueblos étnicos… Si bien el conflicto armado interno colombiano tiene múltiples explicaciones históricas, que no se reducen al problema de la tierra, la disputa armada por el poder político emergió y se ha desarrollado asociada también a intereses económicos por controlar territorios estratégicos” (p.596)

“La expulsión de miles de familias campesinas de la frontera agrícola, la colonización forzosa de zonas marginales de humedales, bosque, selva y montaña sin infraestructura pública, servicios estatales ni garantías de derechos y la inseguridad jurídica sobre la propiedad rural campesina han generado además incentivos para la expansión del narcotráfico, factor de persistencia de la violencia en Colombia” (p.597)

“El acaparamiento improductivo de las mejores tierras ha sido la fuente de rentas de las familias dominantes de las regiones fértiles, sin devolver en impuestos el costo de oportunidad que paga el resto de la sociedad, que les ha permitido subsistir en posiciones de privilegio sin invertir sus capitales en la producción empresarial, que exige esfuerzos de gestión y asunción de riesgos. Esta acumulación de tierra y el carácter rentista inherente al cuasi monopolio de la tierra frena el desarrollo productivo, no genera empleo formal suficiente y desplaza al campesinado de los suelos productivos, excluyéndolos de los circuitos de producción de riqueza y bienestar” (p.598)

“La Constitución de 1991 reconoció los territorios colectivos étnicos de comunidades negras y resguardos indígenas. En la misma dirección –producto de las luchas campesinas– se dieron logros en el reconocimiento de las zonas de reserva campesina, que, como figuras de ordenamiento territorial creadas por la Ley 160 de 1994, permiten al campesinado lograr el reconocimiento oficial de sus proyectos comunitarios de desarrollo sostenible. A esto se sumaron las luchas del movimiento campesino por su reconocimiento como sujeto político, la construcción de iniciativas de paz y sus resistencias y denuncias ante la acción de los actores armados” (p.597)

“Sin embargo, la guerra ha hecho inalcanzable el goce y disfrute total y efectivo de los derechos reconocidos para las comunidades étnicas, y ha impedido la protección y desarrollo de la economía y proyecto político del campesinado. La fuerza transformadora de los sujetos étnicos y campesinos se enfrentó a los intereses políticos y de los capitales privados legales e ilegales que, haciendo uso de la violencia, desconocieron los derechos adquiridos por las comunidades y poblaciones y los empujaron a la exclusión y la pobreza” (p.598)

“Así, el modelo de ordenamiento territorial y de acumulación violenta implementado en el país –asociado al conflicto armado– favoreció en muchos territorios la imposición de la ganadería extensiva, la agroindustria y la minería sobre las tierras planas y más fértiles, en detrimento de la economía étnica y campesina. Este modelo dejó por fuera de los procesos de producción y acumulación de riqueza a gran parte de las poblaciones de estos territorios, y las arrojó –tanto en las zonas rurales como urbanas– a la informalidad y/o a integrarse a las economías ilegalizadas, como mecanismo de sobrevivencia y ascenso social. En distintos puntos del país, la producción de hoja de coca se convirtió en la manera en que campesinos y colonos –en condiciones de aislamiento, falta de infraestructura y tierras– pudieron contar con ingresos” (p.598)

“El desplazamiento forzado de una buena parte del campesinado y de los pueblos étnicos, expulsados por terror durante décadas de conflicto, pasó de la colonización rural a procesos de colonización de ciudades populares, ciudades receptoras, ciudades refugio; lugares donde la pobreza y las constantes tensiones y disputas por servicios, equipamientos y acceso a derechos ciudadanos siguen limitando la transformación y mejoría de las condiciones de vida tanto de las víctimas desplazadas como de las poblaciones receptoras” (p.599)

“El conflicto armado también transformó la distribución del poder en las regiones. Los órdenes sociales violentos que impusieron las guerrillas y especialmente los paramilitares, no solo facilitaban el ataque, la expropiación y humillación de quienes consideraban adversarios, sino que también lograron cooptar las instituciones del Estado, los recursos y bienes públicos, impusieron regímenes normativos paralelos, reglamentos de conductas individuales y colectivas, consolidaron o impusieron liderazgos políticos y económicos de sectores y militarizaron y controlaron la vida cotidiana. Dichas imposiciones de órdenes territoriales violentos permearon la institucionalidad territorial con tres objetivos: 1) sumar las élites locales como aliadas estratégicas; 2) ampliar la captura de rentas; y 3) formalizar un orden social derivado del control territorial. Por supuesto, las élites locales que participaron de estos órdenes (tradicionales o emergentes) no entraron a las alianzas como simples subordinadas, sino que pretendieron desarrollar sus propios objetivos estratégicos de mantenimiento y consolidación de su poder político y económico” (pp.599-600)

Todo lugar crea imágenes o significados en quienes lo habitan, y dichas representaciones pasan a formar parte de la memoria colectiva y de las identidades. Por eso los territorios, compendios de diversos lugares, son depositarios de memorias que confieren sentimientos de arraigo y pertenencia a sus pobladores… La identidad territorial se desplaza al mismo tiempo que se desplazan las personas y comunidades, y el despojo de tierra conlleva en realidad múltiples despojos y rupturas en las vidas campesinas y étnicas. La esfera individual, emocional, la subjetividad, los sueños, el cuerpo, los proyectos vitales, la familia, los vínculos, las relaciones, el paisanaje, los compadrazgos, las redes, los procesos organizativos, lo comunitario, los arraigos, el sentido de pertenencia, los saberes y las prácticas son afectados, y con ello fracturan el entramado vital y la dignidad” (p.600)

Frente a todas estas realidades, la Comisión hace un llamado a democratizar y hacer realmente participativa la toma de decisiones sobre los territorios históricamente excluidos. Necesitamos un país de regiones, en el que los ciudadanos y ciudadanas se pongan de acuerdo sobre el uso de los suelos y las iniciativas de desarrollo territorial, en el que se garantice no solo la inclusión política y productiva de campesinos y pueblos étnicos y una mayor equidad en la distribución de la tierra, sino también la articulación de ciudades y zonas rurales y la presencia integral del Estado y el buen vivir, en mayor armonía con la naturaleza. Es hora de asumir la decisión política de resolver los problemas territoriales y agrarios del país en función del desarrollo, la equidad a largo plazo y la paz. Sanar las heridas del territorio es parte también de sanar la herida que el conflicto armado le ha causado al país” (p.601)

Contexto histórico: desigualdad, diseños institucionales y violencia 

“La reconfiguración territorial causada por el conflicto armado ahondó las condiciones de desigualdad y exclusión de larga duración preexistentes, relacionadas con el modelo de integración territorial del Estado que se fue consolidando desde la Colonia, y que luego, a pesar de las disputas internas entre las élites políticas, se mantuvo una vez formado el Estado nacional. Ni siquiera los procesos de democratización y descentralización lograron transformar estas estructuras relacionadas con la distribución de la tierra y el poder en los territorios” (p.601)

La Conquista y colonización españolas significaron un sofisticado sistema de despojo de territorios indígenas y de expoliación de recursos, principalmente metales preciosos y productos agrícolas. Instituciones y prácticas como la encomienda, la mita y la esclavitud permitieron la cruel explotación de millones de personas indígenas y africanas. Este sistema rigió durante tres siglos en la América hispánica con secuelas de desigualdad hasta nuestros días. De esta matriz institucional procede la Hacienda. El régimen hacendil delineó un modelo de organización social estratificado que ordenó el territorio según sus intereses y excluyó del acceso a la tierra, del territorio y del mundo político a la gran mayoría de la población” (p.602)

“Durante la segunda mitad del siglo XIX, y gracias al poder de coerción y definición de los derechos de propiedad que tenían los partidos políticos, estos se convirtieron en la clave para conseguir y mantener el estatus de terrateniente. La expropiación se facilitaba porque los terratenientes estaban habilitados por el sistema político y judicial, mientras campesinos y pueblos étnicos eran articulados a estos a través de mecanismos clientelistas que limitaban su movilización social autónoma y estaban permanente sometidos a condiciones laborales y de vida contrarias a los mínimos derechos humanos y ciudadanos. Esta articulación entre el poder político y la gran propiedad agraria produjo y sigue produciendo frenos a la democratización regional y local y profundas desigualdades agrarias” (p.603)

“Durante los años veinte y treinta del siglo XX, cuando el precio internacional del café aumentó de un promedio de 30 a 90 centavos de dólar por libra en los Estados Unidos, la presión de campesinos y colonos por cultivar café en las tierras asignadas por los hacendados para pancoger o en tierras baldías llevó a fuertes enfrentamientos entre los campesinos y grandes terratenientes. Los latifundistas ampliaban sus haciendas valiéndose de alcaldes, notarios y funcionarios del nivel nacional. La ampliación de las haciendas solía sustentarse en el trabajo hecho por los colonos, quienes «civilizaban» la tierra con su trabajo, desmontaban, sembraban café y luego buscaban que se les adjudicara el baldío. Sin embargo, en muchos casos esos baldíos también eran reclamados por los hacendados, que casi siempre ganaban la disputa legal combinando el poder notarial con el de la fuerza pública y el de sus grupos de seguridad privada. Así, se promovió –con desalojos de las familias de colonos– la apropiación ilegal de los baldíos en el país” (pp.603-604)

“Durante toda la década de los años veinte, las tensiones fueron en aumento al tiempo que los sindicatos agrarios crecían; muchos, con cercanía al Partido Socialista Revolucionario (PSR)… El gobierno de Enrique Olaya Herrera intentó dirimir las tensiones y sancionó la Ley 83 de 1931, que permitió la organización de sindicatos y ligas campesinas de colonos y arrendatarios, que ya venían gestándose desde la década anterior. Asimismo, en 1933 estableció una comisión que formuló una propuesta de legislación agraria para dirimir las tensiones por las tierras baldías. La comisión fue integrada, entre otros, por Jorge Eliécer Gaitán, entonces parlamentario liberal. El proyecto de ley de 1933 zanjaba la tensión a favor de los colonos, pues determinaba que el factor que determinaba la propiedad legítima de las tierras en disputa sería el trabajo, es decir, las tierras ociosas serían entendidas, en cualquier caso, como baldías. El proyecto fue derrotado en el congreso con votos conservadores y muchos liberales que se oponían a la redistribución de tierras” (pp.605-606)

“El debate sobre la propiedad se dirimió finalmente en 1936 con la Ley 200 de ese año… De hecho, la norma reconoció que esta presunción podría ampliarse a «una extensión igual a la de la parte explotada», es decir, que le permitía a los poseedores que hubieran cercado e introducido ganados en un terreno inculto duplicar el área de su propiedad con el argumento de que estos serían terrenos para el ensanchamiento de la explotación económica. Esto quiere decir que muchísimas tierras baldías que –sobre todo en las zonas centrales del país– habían sido indebidamente acumuladas e integradas a las haciendas –y que no tenían una tradición jurídica de la propiedad válida–, ahora serían reconocidas como propiedad legítima” (p.606)

“Con la Ley 200 se inició una tradición en el modelo de garantía del derecho a la tierra del campesinado que privilegió la entrega de baldíos fuera o en los límites de la frontera agrícola, evitando con ello afectar la gran propiedad para efectos de redistribución. Los campesinos a los que se les asignaron tierras fuera o en los límites de la frontera agrícola quedaron a la espera de la llegada del Estado en forma de jueces, vías, electricidad y asistencia técnica, entre otros bienes y servicios. Fue entonces corolario de los conflictos por la tierra la expansión permanente de la frontera agraria a través de sucesivas oleadas de colonización de campesinos expulsados de las zonas integradas por terratenientes que tenían los incentivos y la capacidad política para hacerlo, combinando la fuerza y argucias jurídicas, y necesariamente produjo violencia. La mayoría de los territorios denominados baldíos nacionales eran territorios ancestrales de las comunidades indígenas. Este desconocimiento promovió la violencia y el despojo de estos pueblos, también como resultado de estos procesos de colonización” (pp.606-607)

“El aumento poblacional derivado de la colonización no era suficiente para generar incentivos al sistema político para proveer suficientes bienes públicos, y acercar las condiciones de vida de estas poblaciones a las del centro andino, y menos para regular las relaciones de los nuevos colonos con las poblaciones étnicas. De esta manera, la integración de una parte importante del territorio nacional fue dándose únicamente como válvula de escape a los conflictos por la tierra que emergieron en las zonas andinas desde los años veinte en función de la explotación de sus recursos. Con ese modelo se garantizaba la explotación de los territorios para la acumulación de la riqueza sin distribuir bienestar a sus pobladores” (p.607)

“Aunque esta norma les facilitó a los latifundistas acumular los baldíos que habían sido apropiado ilegalmente hasta la fecha, estableció mecanismos para evitar en adelante su acumulación. Los avances que se lograron con la Ley 200 en materia de titulación de tierras a los campesinos, y se otorgaron indemnizaciones a algunos hacendados –en realidad una compra de sus tierras para adjudicarlas a campesinos–, fueron frenados durante el gobierno de Eduardo Santos Montejo (1938-1942) que puso «pausa» a la Revolución en Marcha de López Pumarejo. El freno definitivo vino con la Ley 100 de 1944, empezando el segundo gobierno de López (1942-1945), que expresó un cambio a favor de los grandes propietarios, amplió el tiempo dado a los latifundios para poner a producir la tierra improductiva y dio un impulso a éstos para continuar el escalamiento de los conflictos a niveles cada vez más violentos. Al garantizarles a los terratenientes el control de la tierra, la ley buscaba reducir nuevamente al campesino a su papel de peón o jornalero, y evitar su acceso a la propiedad” (p.608)

“La Violencia también se caracterizó por las ventas forzadas de tierras, robos de cultivos, robos de animales y un patrón de aumento de intensidad de los desplazamientos y las muertes en épocas de cosecha de café. Tanto los notarios –que ya habían aparecido en los registros y testimonios de los conflictos agrarios de las décadas anteriores– como los especuladores, vendedores y compradores de tierra jugaron un papel fundamental. Se crearon también en las zonas cafeteras grupos armados –conservadores y liberales– que extorsionaron a los propietarios y campesinos cafeteros, presionaron ventas o abandonos de tierras, e intermediaron, contrabandearon o gravaron las ventas de café” (p.609)

Frente Nacional y la guerra (contra)insurgente 

“El Frente Nacional fue un acuerdo entre los dos partidos tradicionales, liberal y conservador, para derrocar la dictadura, consolidar la pacificación del país después de la Violencia y promover el desarrollo… En particular la propuesta de desarrollo implicaba la aceptación de la necesidad de reformas sociales como condición para democratizar y pacificar el país. Los arquitectos del Frente Nacional estaban convencidos de que la violencia y el comunismo encontraban escenarios propicios en la desigualdad, la pobreza y la ausencia de Estado… Así, la influencia de las élites terratenientes sobre el Congreso permitió reducir el alcance redistributivo de las reformas, reducir la financiación de su implementación y aumentar las barreras legales para la expropiación y redistribución. Los terratenientes cabildearon exitosamente en la burocracia del Incora para que esta agencia concentrara su actividad en «proyectos que no perturbaban la tenencia de tierra existente» (pp.610-611)

“Los conflictos agrarios de los años sesenta –que tienen repercusiones hasta nuestros días– solo se entienden por el fracaso de los intentos reformistas del Frente Nacional, producto de sus contradicciones internas tanto en sus objetivos (pacificación de la lucha política, reformismo social y desarrollo económico) como de en su composición (faccionalismo, enfrentamiento entre tecnócratas y reformistas y clientelismo tradicional)… El freno de las propuestas redistributivas, y la priorización de programas de colonización que no garantizaban en acompañamiento estatal y la provisión de bienes y servicios para hacer sostenible la economía campesina dio lugar, por un lado, a la continuación de la concentración latifundista, que luego el paramilitarismo y el narcotráfico profundizarían de manera más violenta y más rápida; y por otro, a la profundización de las desigualdades territoriales, la continuación de los conflictos agrarios y resistencias de los colonos a los mecanismos clientelistas de los partidos tradicionales; lo que al final se traduciría en la inserción de la insurgencia en las regiones de colonización” (p.613)

“El 9 de enero de 1972, bajo el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974), se firmó entre los partidos tradicionales y los gremios de propietarios el Pacto de Chicoral, que puso fin a la reforma agraria. El gobierno convocó a las fuerzas políticas, a los ganaderos, arroceros y bananeros y a los latifundistas. Desde entonces, la política estatal hacia el campo abandonó la redistribución y en su lugar privilegió el statu quo de la propiedad de la tierra, aun cuando esta fuera improductiva. Los sectores de las élites regionales que habían conseguido su poder político gracias a la acumulación de los derechos de propiedad sobre la tierra, lograron mantener una posición privilegiada para impulsar su agenda… Congresistas y terratenientes no solo pusieron freno a la reforma agraria, sino que dieron inició al proceso de reversión de los efectos positivos de la reforma. El pacto se materializó con las leyes 4 y 5 de 1973 y la Ley 6 de 1975. Estas normas le quitaron funciones al ya debilitado Incora, frenaron las actividades de la ANUC e incorporaron a la política agraria criterios sobre la producción y productividad, y abandonaron la apuesta por la redistribución y el desarrollo social del campesinado” (p.614)

“Después del Pacto de Chicoral, el movimiento de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos se dividió en dos líneas. Una de corte cercano al gobierno y otra con el apoyo de los sectores populares. Del protagonismo en los primeros años de la década de los años setenta pasó a la resistencia en los ochenta, cuando el paramilitarismo incluyó a líderes de la organización entre sus blancos principales. Al llegar los noventa, las medidas económicas terminaron por diezmar la organización campesina… A partir de la segunda mitad del siglo XX, el proceso de urbanización y posterior consolidación de un sistema de ciudades estuvo estrechamente vinculado a las dinámicas de la guerra. Al impacto de la industrialización se sumó el desplazamiento forzado como uno de los factores que definió los ritmos, tamaños y dinámicas específicas del crecimiento y transformación de las ciudades… En consecuencia, resolver los conflictos y problemáticas del campo perdieron prioridad, y el engranaje institucional se orientó al fortalecimiento de los sectores inmobiliario, financiero y de la construcción, encargados de la producción de vivienda e infraestructura para las ciudades. Sin embargo, estas políticas y sectores no lograron superar la informalidad urbana ni garantizar el acceso a tierra y techo para los pobres que seguían en aumento” (pp.615-616)

“Durante las décadas del sesenta y del setenta fue común que, de lunes a sábado, los barrios populares proveyeran los materiales y la mano de obra para la construcción de modernos edificios institucionales, aeropuertos y grandes vías. Mientras que los domingos, sin descanso, las familias de estos barrios avanzaban a través de mingas, convites y ollas comunitarias en la construcción de sus propias viviendas, caminos, iglesias, parques y salones comunales. Estas fueron las formas que tomaron las vidas de los cientos de miles de campesinos y campesinas que llegaron a las ciudades, y también la manera en que gran parte del país se urbanizó… Desplazarse del campo a la ciudad implicó recrear el mundo a partir de la construcción de nuevas territorialidades en lo urbano. En este proceso, los campesinos mestizos, afrodescendientes, indígenas y población Rom que poblaron las ciudades se vieron obligados a transformar profundamente sus rasgos culturales y composición familiar para adecuarse a las nuevas realidades de la ciudad” (pp.616-617)

“En 1964, la curva poblacional se invirtió: «La proporción de población residente en cabeceras municipales del país se multiplicó por doce al pasar de dos millones y medio en 1938 a 31,5 millones en 2005 [...] En el mismo periodo la población rural no alcanzó a duplicarse». Esto significó el aumento de un 29 % (en 1938) a un 75 % (en 2005) de la población residiendo en ciudades, un aumento que desbordó la planeación urbana y replicó en las ciudades las lógicas de desigualdad entre el centro y la periferia… La incidencia de las élites regionales en las decisiones del nivel central también dio origen e institucionalizó –a partir de 1968– los auxilios parlamentarios y partidas regionales que ofrecían a los congresistas montos para invertir en sus regiones. Los auxilios se convirtieron en fuente de corrupción y además constituyeron un incentivo adicional para que los políticos de las regiones se emanciparan del centro partidista. Los aportes a las regiones y localidades, contemplados en el plan de desarrollo nacional, se hacían a nombre del parlamentario en cuestión, que terminaba personificando al Estado en el territorio y profundizando el modelo de acceso a derechos por intercambio de votos” (pp.617-618)

Efectos de la apertura económica en la reconfiguración territorial 

“La liberalización de la economía que acompañó la democratización lograda con la constitución de 1991 produjo efectos y dinámicas económicas que contribuyeron a la transformación e hibridación de la guerra a partir de los años noventa y a la reconfiguración de los territorios, especialmente aquellos ubicados en las periferias del país. Primero porque el impacto del modelo de apertura económica que reconfiguró al Estado, propició la profundización de problemas y conflictos sociales asociados al conflicto; y segundo, porque la globalización ofreció nuevas oportunidades a los actores armados para desarrollar su economía de guerra, a través de las economías ilegales de carácter global… En Colombia, la apertura económica en el marco del proceso mundial de globalización se materializó en la integración de la economía a los mercados mundiales, la generalización de estrategias encaminadas a atraer inversión extranjera y la creación de condiciones para suscitar el interés de grandes empresas transnacionales… Colombia pasó de ser un país eminentemente productor de café en la década de los setenta a convertirse en productor de minerales y de coca en la década de los noventa. La caficultura pasó de representar el 50% de las exportaciones del país en 1985 al 21% en 1998 y el 8% en el 2000… El petróleo específicamente se convirtió en el principal renglón de exportaciones del país y en una importante fuente de ingresos para el Estado, al mismo tiempo que la agricultura pasaba de representar algo más del 20% del PIB total a principios de los años setenta a solo el 10% en el 2009” (pp.620-621)

“La crisis del sector agrícola durante los noventa, profundizada por medidas asociadas al modelo de globalización, excluyó a una base social campesina que, al quedar por fuera de los mercados de alimentos y productos agrícolas, buscó alternativas en el cultivo de la coca, marihuana y amapola, actividad que ya estaba presente en los territorios y en las que encontraron protección y asociación con los actores de la guerra. Así, durante la década de los noventa coincidieron espacial y temporalmente el abandono de las economías campesinas, la quiebra de muchos productores por la apertura de las importaciones subsidiadas del resto del mundo, el crecimiento del desempleo en el campo, con el crecimiento de los grupos armados y los cultivos ilícitos en el país” (p.622)

“Así, la guerra se arraigó en una sociedad históricamente desigual y excluyente, pero en términos económicos y sociales el modelo neoliberal, implementado a partir de 1990 y en coexistencia con el conflicto armado, fue funcional para que los gobiernos tomaran decisiones políticas y económicas que beneficiaron a unos sectores de élites de la sociedad y desprotegieron a millones de personas, muchas de las cuales ya eran víctimas… Además, también contribuyeron a que se mantuvieran las desigualdades territoriales gracias a que élites regionales y nacionales materializaron alianzas políticas y económicas con paramilitares, narcotraficantes, y miembros de la fuerza pública, para desarrollar empresas y obtener ganancias a través tanto del despojo de tierras y el uso de la violencia –como ocurrió en casos identificados de plantaciones de banano y palma de aceite– como en la minería criminal de las retroexcavadoras en territorios como Urabá, Magdalena, Chocó” (p.623)

La irrupción del narcotráfico 

“Aunque la economía de las sustancias ilícitas puede rastrearse en el país desde los años treinta o cuarenta, fue en los setenta cuando se volvió relevante en la política nacional, primero con la bonanza marimbera y el ingreso masivo de capitales ilegales a través de mecanismo como la ventanilla siniestra, y luego desde mediados de la década de 1980, con la economía ilegal de la coca… Esta articulación del país a la economía global del narcotráfico acercó la institucionalidad democrática a la criminalidad organizada, y transformó la estructura productiva y las modalidades de ocupación del territorio por parte de la sociedad y el Estado. El surgimiento de nuevas élites económicas interesadas en la política penetró los partidos, particularmente el Liberal, para los que el narcotráfico se convirtió en fuente de nuevos recursos (dinero, asesinos a sueldo y prestigio) para mantener ventajas electorales. El modelo dominante de partidos generado durante el Frente Nacional constituyó el escenario ideal para la penetración de la criminalidad organizada en la política. Entre otras razones, los liberales fueron el principal blanco de infiltración porque eran quienes mejor dominaban las técnicas de la maquinaria local informal, y garantizaban un ascenso más rápido por esta vía en la política” (pp.627-628)

“El fortalecimiento de las mafias enriquecidas con el narcotráfico y la corrupción despojó a pequeños y medianos propietarios a través de organizaciones de violencia y en alianza con sectores de grandes propietarios de la tierra… Produjo también fuertes procesos inflacionarios que afectaron el mercado de tierras y el acceso a la propiedad rural del campesinado por el incremento artificial de los precios del suelo, dada la demanda de bienes no transables… Además, el creciente papel de las FARC-EP en la economía de la cocaína representó una amenaza para el control territorial de los narcos, que terminaron aliados con los ganaderos, los políticos locales y la fuerza pública (y discurso contrainsurgente), lo que repercutió en la persecución a líderes políticos y sociales de izquierda, y en algunos casos, del partido Liberal” (pp.630-631)

La contra reforma agraria violenta 

“En el proceso de contrarreforma agraria no solo actuaron las leyes y los planes de desarrollo rural lanzados por diferentes gobiernos, sino también la violencia. Los recursos del narcotráfico se articularon a la larga historia de provisión privada de la seguridad y la coerción contra el movimiento campesino, las tomas de tierras o la movilización social, que facilitaron a las élites territoriales frenar con violencia los esfuerzos por democratizar la política y los derechos de propiedad de la tierra… La creación de la figura de las autodefensas abonó las condiciones para que el Estado colombiano respondiera al desafío insurgente a través de redes civiles-estatales y grupos de seguridad privadas al margen de la ley, que luego siguieron organizándose de forma cada vez más violenta… Luego, la administración de César Gaviria promulgó el Decreto Ley 356 de 1994 para regular los «servicios especiales de seguridad privada» que operarían en regiones en las cuales hubiese alteración del orden público… Anclado en la privatización de la coerción y la seguridad, el paramilitarismo ha sido un proyecto de las mafias, un sector de las élites y de la fuerza pública, que buscan mantener el control no solo de la política en las regiones, sino también de la tierra, además de ganarle la guerra a la insurgencia. Como han demostrado cientos de investigaciones académicas, periodísticas y judiciales, y como lo pudo corroborar y ampliar la Comisión, el paramilitarismo fue una pieza clave para despojar y promover el abandono de tierras y bienes, que daba paso a su apropiación por parte de terceros que se beneficiaron de la violencia, incluyendo los propios jefes paramilitares y el narcotráfico” (pp.631-634)

La descentralización y la disputa por el poder local 

“La descentralización fue entendida como una reforma político- institucional que obedecía al propósito de modernizar el Estado y asegurar una mayor eficiencia y eficacia en la prestación de servicios públicos, así como una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos municipales. Sin embargo, el impacto de las reformas obedeció a las condiciones de los territorios en las que se implementaron, y trasladó la disputa por el conflicto armado a la lucha por el control de la gestión local… Pero en unidades territoriales más débiles y ubicadas en la periferia de la modernización política, o en territorios de acelerado desarrollo económico, de las economías extractivas y del narcotráfico, la gestión local se convirtió en botín apetecible de los barones electorales y de los actores armados; así se acentuaban las condiciones de la desigualdad territorial… Ahora bien, la descentralización estuvo acompañada de un proceso de apertura democrática, y en ese nuevo escenario, poderes locales y regionales se enfrentaron a nuevas fuerzas políticas en crecimiento: primero a la Unión Patriótica y el Nuevo Liberalismo (disidencia del partido Liberal) y después a los nuevos partidos que emergieron con la Constitución de 1991. Así en muchas regiones, como Urabá, el Meta y el Nordeste Antioqueño, entre otras, el resultado fue la creación de alianzas de dichos poderes con los actores armados para frenar el crecimiento electoral de estas nuevas fuerzas y acabar con su representación. Campesinos que participaron en la UP fueron también víctimas de genocidio político” (pp.636-637)

“El conflicto se orientó a la disputa por el poder local. Los actores armados –guerrillas y paramilitares con sus distintas alianzas y entramados– se dispusieron a apropiarse de los bienes y recursos públicos, a influenciar los resultados políticos y electorales a su conveniencia o para consolidar su dominio territorial desde lo local. La debilidad del Estado en los territorios, especialmente en las instituciones relacionadas con el monopolio de la fuerza y la administración de justicia, facilitó la disputa violenta por la gestión local, y expuso a los civiles activos en la política local a las amenazas de guerrillas, paramilitares o fuerzas de seguridad. El clientelismo armado se convirtió entonces en la estrategia privilegiada para este fin, y determinó los procesos de construcción del Estado local en las regiones de la periferia” (pp.637-638)

“En las zonas más integradas, en las que ya existía una estructura gamonalista consolidada, la guerrilla se convirtió en amenaza para las coaliciones de poder dominante, lo que llevó a sectores de las elites locales a conformar grupos paramilitares –como se dijo antes– para disputar el control territorial de la guerrilla, defender el monopolio de los recursos económicos, hostilizar y a veces eliminar del todo al adversario político. Esta articulación entre la violencia y las disputas por el poder local y regional tomó un nuevo aire con el narcotráfico, y constituye una de las razones por las que la Constitución de 1991 tuvo efectos limitados tanto en la democratización como en el proceso de construcción de paz en el país. En aquellas regiones en que sectores de las élites tenían acceso a ejércitos privados, abogados, notarios y funcionarios estas lograron construir dominios territoriales violentos en un marco de impunidad, como ocurrió en el Caribe, Antioquia y el Magdalena Medio. Así, uno de los objetivos principales de la consolidación paramilitar era cooptar el Estado y lograr representación política regional y local” (p.639)

“El Pacto de Ralito se gestó con la participación de entre 100 y 500 políticos, funcionarios y empresarios locales de Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena, que pactaron un encuentro al margen de cualquier proceso de paz o de la participación del Estado central, con los comandantes paramilitares que en ese momento ya ejercían control sobre esos departamentos. Este pacto es el punto de partida para entender el entramado que más adelante se conoció como la parapolítica: en las elecciones de 2002, el paramilitarismo alcanzó a cooptar una tercera parte del Congreso, al mismo tiempo que ejerció control y cooperación sobre 250 alcaldías y nueve de las 32 gobernaciones en 2003… Los pactos electorales entre comandantes paramilitares y políticos regionales y el control que alcanzaron las guerrillas sobre la gestión pública en territorios bajo su control reconfiguraron el poder regional y local. La imposición de órdenes territoriales a través de la violencia limitó la participación de fuerzas políticas de oposición, cubrió con miedo y desconfianza las relaciones políticas y sociales y consolidó el poder de sectores de la sociedad, en detrimento de la inclusión y la democracia” (pp.639-640)

¿Y la tierra para qué? 

“El aprovechamiento militar del territorio obedeció a dos necesidades estratégicas: construir corredores geográficos y redes sociales propias y desarticular los de los enemigos. A través de la fuerza y el uso amañado de la ley, los territorios eran vaciados con el objetivo de cercar al enemigo, tener espacios libres para el tránsito de la tropa, resguardar la retaguardia y garantizar el abastecimiento de armas, alimentos, medicamentos, equipos de comunicación y demás elementos necesarios para el quehacer bélico. Los predios despojados también fueron usados para instalar bases militares, escuelas de entrenamiento y centros de comunicaciones, así como para alojar personas secuestradas y para cometer encubiertamente distintos vejámenes, como torturas, desapariciones de cuerpos (en ríos, mediante hornos crematorios, fosas comunes o animales) y violaciones sexuales. Adicionalmente, el despojo y desplazamiento forzado han sido funcionales a las agendas productivas: una vez expulsados campesinos, indígenas y afrodescendientes, sus territorios han sido destinados a proyectos económicos –principalmente agroindustriales, forestales, minero-energéticos y de infraestructura… El despojo forzado facilitó la concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos y agudizó el problema agrario, cuya debilidad estructural siempre ha sido la de la precariedad de los títulos de propiedad y tenencia de la tierra de la población campesina” ” (pp.640-642)

Las economías ilegales –especialmente el narcotráfico– también han sido determinantes para la reconfiguración del territorio. El paramilitarismo construyó una relación orgánica con el narcotráfico, al convertirse en una bisagra entre el crimen y el poder. Los narcotraficantes han actuado en muchos lugares con funcionarios del Estado, con sectores de la clase política y algunos sectores económicos, y se han constituido de facto en parte de las élites, con una recomposición de estas en los ámbitos local, regional y nacional… El cambio en el uso del suelo y la concentración de la propiedad rural por parte de narcotraficantes siguió plegada al despojo violento y de la distorsión del mercado, es decir, transacciones comerciales por debajo o por encima de los precios reales. Junto con el narcotráfico, la minería ha sido una de las economías de guerra más importantes en la región. Alrededor de ella también se han dado lógicas de vaciamiento del territorio para instalar macroproyectos extractivos, la exclusión de las personas que se dedicaban a la explotación artesanal” (pp.642-643)

“La expansión del cultivo de coca y la instalación de laboratorios para el procesamiento de cocaína –a partir del 2000– produjo un impacto en las poblaciones campesinas de las zonas de piedemonte, cordillera y pacífico que recibieron una gran cantidad de población que retornaba a la región, así como campesinos migrantes de otras regiones, que buscaban tierras para el cultivo de la coca. La evidente diferencia entre la rentabilidad de la agricultura tradicional y la del cultivo de coca hizo que rápidamente esta fuese una opción que tomaron muchas poblaciones para mejorar sus ingresos… Junto con sus aliados legales, distintos grupos armados y mafias, hasta el día de hoy, siguen sacando a comunidades enteras y acabando con miles de hectáreas de bosques y selvas para sembrar coca, marihuana y amapola e instalar “cocinas” para la producción y el almacenamiento de estupefacientes” (p.645)

“El fenómeno del narcotráfico incluso ha transformado el diseño de las ciudades. Algunas investigaciones, por ejemplo, han señalado el influjo de los gustos estéticos de los narcotraficantes en algunos edificios de Medellín. Igualmente, como se narra en la historia territorial del Valle y el norte del Cauca, el miedo y la zozobra desatada por la campaña narcoterrorista de los carteles durante los últimos años de los ochenta y principios de los noventa, no solo hizo que la gente temiera ir a sitios públicos –como discotecas, estadios, centros comerciales y universidades– y a eventos masivos (como la popular feria de Cali), sino que transformó la arquitectura de viviendas y oficinas en Cali y otras ciudades menores para dotarlas de búnkeres, caletas, puertas y ventanas a prueba de balas y explosiones, al tiempo que se volvieron comunes los esquemas de guardaespaldas, los carros blindados y la adquisición de armas por parte de civiles” (p.647)

“En algunas ocasiones, tras desplazar a la población, los perpetradores llevaron a cabo campañas de repoblamiento para construir unas redes sociales afines a sus proyectos político-militares y económicos. En otros territorios en los que no se lograron dominios hegemónicos, y la disputa por el control fue permanente, cooptaron o presionaron candidatos y políticos, los secuestraron o asesinaron, mientras que en otros intentaron alterar el orden democrático saboteando las elecciones locales… El entramado paramilitar cooptó agentes estatales en múltiples niveles institucionales. Esto significó la captura violenta del Estado y la radicalización de su carácter elitista. La democracia territorial se cerró aún más para los movimientos sociales y políticos alternativos. La parapolítica se impuso incluso a aquellos actores y proyectos políticos tradicionales que no se conectaron a sus intenciones. Con el escarnio público y la judicialización de más de un centenar de políticos y agentes estatales afectos al paramilitarismo, la reelección en cuerpo ajeno fue la constante y hermanos, cónyuges e hijos continuaron controlando curules en corporaciones públicas y cargos de elección popular. Con esto, el Estado se separó más de la sociedad y se profundizaron los límites de la democracia en los territorios” (pp.647-648)

“Estas situaciones impactaron negativamente la confianza ciudadana, las formas de relacionamiento social y las prácticas culturales de las personas, con mayor capacidad de devastación sociocultural en la población campesina y las comunidades étnicas. Es decir, la violencia también afectó y reconfiguró el sentido histórico de lo territorial y las relaciones de la gente con su entorno ambiental, cultural, intercultural, social, político y económico. La reconfiguración de territorios también significó una reconfiguración de territorialidades. La fractura de las formas propias de autoridad y la escasa legitimidad de las instituciones locales hizo que cada vez más la violencia se asuma como un mecanismo efectivo para el control social. Las disputas entre familias, entre comerciantes y todo tipo de conflicto social están atravesadas por el uso de armas en los territorios donde la guerra logró arraigarse” (pp.648-649)

A modo de conclusión 

“Las disputas por el territorio entre múltiples actores, la imposición de órdenes locales por parte de guerrillas, paramilitares y mafias, la penetración de economías legales e ilegales y la contrarreforma agraria (violenta y no violenta), entre otros fenómenos intrínsecos al conflicto armado interno, han reconfigurado total o parcialmente diversos territorios rurales y urbanos en el país física, demográfica y simbólicamente…  Colombia tiene una superficie de 114 millones de hectáreas. Su territorio alcanzaría para albergar ocho países de Europa: Alemania, Italia, Grecia, Inglaterra, Austria, Croacia, Holanda y Suiza. El 35% del territorio (40 millones de hectáreas), conforma la frontera agrícola, esto es, el suelo rural con vocación para la explotación agropecuaria, separado de las zonas de conservación ambiental y protección de la biodiversidad. Sin embargo, de acuerdo con el Censo Nacional Agropecuario, en 2014 se explotaban 48 millones de hectáreas, lo que significaba la reconversión de ocho millones de hectáreas en las que antes se ubicaban bosques, selvas, páramos y humedales destinados a captar carbono y producir oxígeno. La fuerte presión antrópica a los valles, selvas, sabanas y montañas colombianas es histórica, pero se ha profundizado en los últimos 40 años por cuenta de la ganadería extensiva y el narcotráfico” (pp.649-650)

“Cerca del 60 % de los municipios que tiene Colombia deben considerarse como rurales y existe, además, una población rural dispersa en el resto de municipios, con lo cual la población rural representa poco más de 30 % de la población del país… Este modelo de ordenamiento territorial debe reconocer, por un lado, las grandes desigualdades que han caracterizado históricamente la configuración territorial colombiana y su relación con la persistencia del conflicto armado; y por otro, que a una porción significativa de pobladores rurales se le han negado o vulnerado sistemáticamente los derechos a la propiedad y el uso de la tierra en paz y en condiciones de igualdad. Además, se les ha impedido participar decisivamente en los asuntos públicos, incluyendo los que más los afectan, así como gozar de los bienes y servicios públicos fundamentales para el bienestar humano y la producción y goce de la riqueza, como la seguridad, la justicia, la salud, la educación, y la infraestructura necesaria para una explotación económica productiva y sostenible” (pp.654-656)

“Este proceso debe empezar por dar cumplimiento a las disposiciones del Acuerdo Final de Paz entre Estado colombiano y FARC-EP sobre la reforma rural integral y la sustitución de cultivos, y complementarlas con otras dirigidas a lograr una mayor equidad como fundamento para una paz territorial estable y duradera. Y a partir de allí avanzar en el camino de revertir la alta concentración de las tierras y corregir los usos antieconómicos y antiecológicos de estas, incluyendo la distribución de tierras sin ocupación previa, o con ocupación insuficiente a campesinos y campesinas. Como parte de este proceso de ordenamiento territorial, y de un diálogo amplio, participativo y transparente, debe definirse el trazado de la frontera agraria según necesidades ambientales, sociales y económicas… El proceso de ordenamiento territorial debe también retomar la discusión sobre la descentralización y la autonomía territorial, con miras a que se dé efectivamente un debate en torno a la equidad territorial y al bienestar local y regional… La paz en Colombia solo es posible si es territorial” (pp.656-657)

Análisis

La guerra interna transformó los territorios, ya que debido a la violencia que esta traía modificó no solo la estructura de la propiedad de la tierra y el uso de los suelos. Basta mirar los procesos de despojo y consecuente desplazamiento forzado, para de ahí derivar cómo también se afectaron las relaciones comunitarias y las dinámicas sociales.

Como consecuencia de lo anterior, se incentivó el proceso de urbanización en las grandes ciudades, pero en condiciones de pobreza y marginalidad, y al mismo tiempo bajando la productividad del campo y aumentando el desempleo en las grandes ciudades.

De todas estas consecuencias de la guerra sobre los territorios, se observa también que los efectos negativos se dieron con mayor intensidad en los pueblos étnicos e indígenas, afectándolos mayormente en el rompimiento de tradiciones centenarias y delos valores de su cultura. Y simultáneamente, se incrementó la concentración y el acaparamiento de las tierras más productivas por parte de familias privilegiadas.

Recomendación

Debe hacerse un proceso contrario de democratizar la propiedad de la tierra, tratando de revertir los efectos negativos que ha traído la violencia de la guerra interna, en la conformación de los territorios. Así mismo, debe iniciarse la tarea de recuperar los suelos improductivos, como por ejemplo los campos minados, y hacerlos mas fértiles mediante el uso de fertilizantes que debieran estar subsidiados por eso Estado. De otra parte, debe utilizarse el diálogo como estrategia comunicativa, abriendo espacios a la participación de las comunidades.

Referencia


(*) "Hay futuro si hay verdad", Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Primera edición, Bogotá, Colombia, Comisión de la Verdad, 2022. ISBN 978-958-53874-5-4

Nota: La Comisión de la Verdad fue creada en el Acuerdo de Paz firmado por el gobierno nacional y las FARC-EP en noviembre de 2016, como un organismo extrajudicial, temporal y como uno de los pilares del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición. Dicha Comisión fue integrada por once comisionados, los cuales fueron seleccionados en noviembre de 2017 y comenzaron a funcionar oficialmente en mayo de 2018. 

  

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