viernes, 16 de diciembre de 2022

ICV Capítulo 10: Relación entre cultura y conflicto armado


Introducción

En este post se presenta la Relación entre cultura y conflicto armado, con base en el Informe de la Comisión de la Verdad (ICV)*, en una versión sintética que extracta los principales hallazgos sobre este tema, siguendo el texto original del Informe, aunque excluyendo algunos detalles que pueden consultarse en la Referencia al final de este post, tales como testimonios, bibliografía y notas de pie de página. Por otra parte se han abreviado los títulos, subtítulos y la numeración, para que de esta manera resulte más práctico a los lectores. Para facilitar la localización de cada párrafo dentro del Informe original se incluye el número de la página o páginas donde se encuentra.   

Síntesis                             

“Siguiendo la definición de la Unesco, la Comisión de la Verdad entiende la cultura como «el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social». Esta, a su vez, configura una matriz de sentido común a partir de la cual los miembros de una comunidad entienden, juzgan y toman decisiones sobre comportamientos, valores y formas de relacionarse. Maneras que luego se transmiten a las generaciones futuras para mantener un sentido de identidad” (p.658)

“La cultura también incorpora experiencias y aprendizajes, sesgos, prejuicios, ideas, visiones del otro y de la otra y de lo otro. En ella se construyen los relatos, los mitos y los imaginarios; se condicionan las normas, las leyes, las instituciones, la política y las relaciones de producción. Por lo tanto, da origen a los asuntos esenciales que nos permiten vivir o no en comunidad” (p.658)

“El conflicto armado se ha alimentado y a la vez ha influenciado la cultura. Ambas cosas se han retroalimentado en una especie de círculo vicioso. Desde hace siglos, nuestra cultura ha heredado una visión excluyente del otro, de los pueblos étnicos, del campesino pobre, del disidente, del contrario. La época de La Violencia, por ejemplo, mostró que en la antesala del conflicto armado ya se libraba una guerra entre contrarios que se habían convertido en “enemigos”: liberales y conservadores, limpios y comunes, católicos y quienes se decantaron por otras visiones del mundo. En otras palabras, la desconfianza por lo diferente no surgió durante el conflicto armado, pero se agudizó durante su desarrollo” (p.658)

“El conflicto armado, entonces, no solo se funda en causas o razones objetivas, sino también en asuntos intangibles, en creencias y valores que no se han hecho lo suficientemente conscientes y que han sido convenientes para un sistema de órdenes raciales y de clases y privilegios que mantienen una democracia de baja intensidad. El papel de estas creencias se aduce en formas de pensar y sentir; en barreras psicosociales que constituyen obstáculos para la paz. Ante ellas, el conflicto colombiano parece insuperable. Los pasos para salir de él mediante negociaciones políticas o acuerdos institucionales y sociales son vistos con sospecha o en clara oposición, como sucedió en el plebiscito del Acuerdo de Paz firmado en el 2016 por el Estado colombiano y las FARC-EP. Algo que dependió justamente de asuntos culturales que determinaron la elección de apuestas políticas que promovían la no transacción con el «adversario» o su abierta eliminación” (p.659)

Los antecedentes 

“Los discursos políticos y morales, los valores, las ideas, los imaginarios y los prejuicios que alimentan la guerra se han incrustado en nuestra historia y en nuestra cultura, y han servido para justificar la violencia de unos y otros, o para presentarla como la única o la forma más viable para instalar proyectos de sociedad y de país. Muchos de estos se han impuesto desde la exclusión y el miedo, y no han resultado ser los mejores ni los más democráticos” (p.661)

“Algunos de esos sesgos culturales vienen de lejos, como nos lo recuerdan frecuentemente los pueblos étnicos y los investigadores sociales: «Mientras que ha habido largos debates sobre las posibles causas de la violencia, se ha dejado de lado el hecho de que, desde la Conquista hasta hoy, en muchos momentos los ciudadanos o los dirigentes del país han tratado de demostrar que es justa, conveniente o necesaria [...]. Con el tiempo, esos argumentos terminaron convirtiéndose en valores culturales, percepciones sociales y proyectos políticos»” (p.661)

“Junto a esos argumentos que han justificado la violencia yacen lo que la Comisión de la Verdad ha identificado como «factores de persistencia del conflicto armado interno». Uno de ellos es la herencia cultural que viene de la colonia, y que ha mediado las relaciones sociales y políticas en la construcción del Estado nación. Esto ha determinado el lugar marginal de muchos pueblos. El racismo, el clasismo y el modelo de la hacienda han dejado formas de discriminación con huellas profundas en nuestra cultura” (p.661)

“En la colonia se instauró un sistema de jerarquías o castas. Bajo el modelo económico de la hacienda se instaló la idea de que ciertas poblaciones eran inferiores a otras por su raza, género y tradiciones culturales. Lo que justificaba su sumisión, su explotación, la sevicia en contra de sus cuerpos y, en innumerables casos, su asesinato. Como dice el historiador Jorge Orlando Melo: «Así surgió la primera imagen del “enemigo” en la historia de lo que hoy es Colombia, asociada al negro o al indígena “rebelde”, que no acataba una autoridad violentamente impuesta y, por ello, terminaba siendo señalado como el culpable de la violencia misma que se ejercía sobre él». La inversión de la culpa ha sido un fenómeno muy difundido en la cultura social y política de Colombia” (p.662)

“El racismo y el clasismo, pero también el patriarcado y una conciencia precaria sobre el lugar y valor de la infancia, la adolescencia y la juventud han generado daños acumulados en quienes han vivido históricamente bajo estos órdenes sin ser reconocida su humanidad e igualdad. Por ello, la violencia en su contra se ha naturalizado y justificado. Si bien la Constitución de 1991 supuso un reconocimiento de sus derechos y culturas, los modos de actuación política y las mentalidades en gran parte del país no han evolucionado al mismo ritmo de esos logros alcanzados en materia de derechos. Mientras Colombia tiene leyes garantistas, la guerra, la exclusión, la corrupción y el narcotráfico siguen mediando en la política, la economía, las relaciones sociales y la cultura” (p.662)

Hallazgos

“Los hallazgos que a continuación describimos están basados en estas nociones

1)  El acumulado histórico de la configuración de la nación nos ha conducido a la construcción de una idea acotada y maniquea del otro, de la otra y de lo otro, que nos impide construir un «nosotros» incluyente y, por lo tanto, fortalecer la democracia con una ética pública ampliamente compartida.

2)  Herencias culturales coloniales que se han mantenido en el tiempo se manifiestan en la cultura contemporánea, estimulando violencias estructurales basadas en la exclusión social de amplias capas de población y territorios, que conducen o propician la presencia de las violencias armadas. 

3)  A su vez, la persistencia del conflicto armado ha llevado al uso y reedición de valores, imaginarios y prácticas que se arraigaron a la matriz cultural. Lo que impide una convivencia pacífica y democrática y una búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos sociales y al fin de las violencias. 

4)  Una democracia y una justicia de baja intensidad, razón y consecuencia de la persistencia del conflicto armado han estimulado la desconfianza y abierto paso a la ilegalidad” (p.665)

La noción acotada que hemos construido del otro 

“Como nación, hemos construido una idea del otro muy acotada e influida por intereses, odios e ignorancia…Una identidad negativa basada en el racismo y el clasismo, que ha estado en la base de la violencia contra culturas, pueblos e identidades diversas” (p.665)

“Colombia se ha construido también con un miedo al pobre, a los sectores que se consideran «de abajo». Se trata de una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica. Todo ello nos separa y nos impide reconocernos como iguales, como sujetos con la misma dignidad y derechos. Treinta años después de una Constitución garantista, el país sigue manteniendo privilegios y exclusiones. Algo que se ha visto reforzado por la doctrina del «enemigo interno»… Hemos naturalizado de tal forma el hecho de que hay ciudadanos de primera y de segunda clase que no nos sorprenden la inequidad, la injusticia y el horror que han vivido miles de compatriotas. La guerra no se siente como un daño común” (pp.665-666)

“La negación del otro, su desvalorización, el convertirlo en blanco de violencia porque vive en la frontera, porque es un campesino de una zona considerada «roja», porque es de un barrio pobre de Cali o Medellín, porque es un empresario o porque tiene otras ideas políticas, es un proceso en el que se engranan múltiples acciones, tanto materiales como simbólicas, que van desde el uso de los discursos, la violencia física, el abuso policial o judicial, y terminan en la instalación, dentro de la cultura política, de imaginarios de odio y desprecio. Algunos de estos prejuicios se han profundizado con el conflicto, durante décadas y por varias generaciones han escalado hasta convertirse en rasgos más permanentes de la cultura” (p.666)

“La conversión del otro en enemigo no solo ha tenido un tinte ideológico, sino que se basa en su deshumanización. Alguien sin derechos. Alguien prescindible, una amenaza para la sociedad. La deshumanización ha operado a través de los estigmas de «guerrillero», «terrorista», «comunista», o de violencias clasistas como la «limpieza social». Estas formas de nombrar y justificar los hechos han tenido un impacto no solo en las víctimas sino en la sociedad misma, que muchas veces ha minimizado la gravedad de los hechos, justificado dichas acciones o permanecido indiferente” (p.666)

“El desprecio por los otros es también el asunto base de la polarización, que divide el mundo en buenos y malos, en estos y aquellos. En Colombia no existe un «nosotros» que soporte la noción de bien común como aquello que conviene a todos de igual manera, a pesar de las diferencias. Eso ha constituido una sociedad polarizada a la que le cuesta muchísimo reconocerse en sentidos y propósitos comunes, algo que constituye un obstáculo para la convivencia y el reconocimiento de la igualdad” (p.666)

La persistencia del racismo 

“El racismo estructural es una forma de poder de un grupo que se cree superior a otros. En esa lógica, esos otros subyugados no tienen los mismos derechos, dignidad o capacidades. Con base en esa idea racista, en Colombia se han ejercido una serie de prácticas discriminatorias de manera sistemática y en todos los espacios de la vida social. El uso de nominaciones como «indio» o «india», «negro» o «negra», para nombrar a los pueblos étnicos de forma peyorativa encarna una relación a conceptos como el de «ignorante», «salvaje», «inferior» y «sucio». Pero ese es tan solo un reflejo del desprecio que la sociedad colombiana ha incubado contra la humanidad y culturas de estas comunidades” (p.667)

“El Auto 004 de 2009 emitido por la Corte Constitucional en seguimiento de la Sentencia T025 de 2004, examinó la situación de los pueblos indígenas afectados por el conflicto armado y declaró que existe un riesgo de exterminio físico y cultural de los pueblos étnicos, confirma el estado de cosas inconstitucional y el impacto desproporcionado generado por el conflicto armado interno… Las guerrillas no reconocieron las diferencias culturales ni las autonomías de las comunidades étnicas. Y el paramilitarismo, por su parte, es un proyecto fundado en nociones feudales que defiende la posesión de la tierra por parte de las élites de poder y despoja a los campesinos de la propiedad… La estratificación de ciudadanías (pobres, negros, indios, campesinos, habitantes de comunas y barrios marginales; jóvenes, izquierdosos...) ha construido la noción de sectores inferiores o peligrosos que, por lo tanto, son percibidos como «sacrificables» o «desechables». Y el diseño territorial y administrativo, pensado desde el centro, también ha contribuido a esa imposición cultural hegemónica” (pp.670-671)

“El 19 de octubre de 2020, la minga indígena caminó 500 kilómetros en búsqueda de un diálogo, pero más de seis mil indígenas del Huila y del Cauca se quedaron esperando al presidente Duque en la Plaza de Bolívar, que no atendió esta mano tendida. Los indígenas regresaron en paz y dejaron patente la exclusión… Todos estos hechos reflejan la negación de pertenencia a la nación que se les ha impuesto a estas comunidades. Algo que también está asociado con la criminalización de la protesta social en Colombia, que a su vez está en sintonía con las respuestas militarizadas, en lugar del diálogo y la negociación, para resolver los conflictos sociales” (p.671)

“La discriminación y el prejuicio racial conllevaron a la deshumanización de las personas negras, incluso en las filas de los grupos armados: «Entonces hay maltrato al interior de las instituciones por el hecho de tu ser afro. Los mandos medios y altos no respetan la diferencia y te maltratan a ti por como tú hablas. Te maltratan por como tú eres. No te llaman por tu apellido, sino “negro, venga acá tal cosa”, “negro” Todo es la palabra negro, que el negro es el sujeto fuerte, que el negro debe aguantar más que los otros soldados porque es negro, y asociamos a los negros con aquel peón fuerte que puede soportar todo como una bestia»… Si bien los derechos sobre territorio de los pueblos étnicos fueron reconocidos en la Constitución de 1991, la visión colonial sigue generando que se hayan concesionado proyectos de extracción de recursos naturales sin las consultas previas previstas por la ley o mediante consultas amañadas que han pasado por encima de las comunidades y han destruido territorios y culturas” (pp.672-673)

“La violencia que se cierne contra las comunidades indígenas y negras, como se viene advirtiendo, no es casual. Por el contrario, se fundamenta en las creencias ideológicas ya mencionadas y en aquellas que distintos actores proyectan sobre los territorios: regiones supuestamente atrasadas a las que se debe llevar el «progreso» y el «desarrollo», y por lo mismo son susceptibles de ser apropiadas por la fuerza… La definición de los territorios étnicos como espacios «salvajes», que es también una herencia colonial sostenida por una visión de productividad, permitió que se perpetuara la costumbre de «civilizar» mediante el saqueo y el despojo” (pp.674-675)

“La población barí fue reducida en un 80 % y despojada del 70 % de su territorio ancestral. En el 2014, el Tribunal Superior de Bogotá logró determinar que varios funcionarios de Ecopetrol, empresa encargada de la explotación de petróleo en la región del Catatumbo desde el 2005, establecieron alianzas criminales con el Ejército Nacional y el Bloque Catatumbo de las AUC, responsable de desplazamientos masivos de algunas comunidades del pueblo barí” (p.675)

“En las décadas de los ochenta y los noventa, la guerrilla de las FARC trasladó personas de otras regiones del país para ser vinculadas en los cultivos ilícitos que dicha estructura armada había establecido en territorios de comunidades indígenas y negras en el Bajo Atrato. Esta práctica de invasión fue replicada con mayor fuerza desde finales de 1996, luego de los desplazamientos forzados generados por las operaciones Génesis de la Brigada XVII y el Bloque Elmer Cárdenas. La expulsión violenta de aproximadamente 15.000 personas, así como el posterior reordenamiento territorial y social, facilitó que, en el marco de las alianzas que establecieron algunos agentes económicos con las AUC, miembros de la fuerza pública y funcionarios estatales, se consolidaran proyectos económicos a gran escala en los territorios despojados” (p.676)

La continuidad del patriarcado y la exacerbación de la guerra 

“El patriarcado constituye un sistema de relaciones de poder y condiciones sociales asimétricas sobre la base de un poder dominante masculino. Dichas relaciones se extienden a todos los ámbitos de la vida familiar, social, cultural, económica y política. Se inscriben en la cultura. El sistema patriarcal hace que la desigualdad se perpetúe en formas de pensamiento y de relacionarse, que se instalan en narrativas, en las instituciones, en las leyes, y que en las prácticas cotidianas someten a aquellos que consideran inferiores, como las mujeres y las personas sexualmente diversas. Es una forma de organización de la sociedad que jerarquiza a las personas a partir de la forma en que viven su identidad de género y su sexualidad” (p.678)

“En el marco del conflicto armado el patriarcado se hizo patente en la forma de pensar y actuar de todos los actores armados y de terceros civiles. Su forma de ver a las mujeres los llevó a profundizar y recrudecer las violencias, lo cual les representó ventajas frente a sus enemigos. En la guerra, estas vidas fueron frecuentemente objeto de todas las formas de desprecio, lo que reforzó la masculinidad bélica de los hombres en armas, que estaba centrada en la misoginia, el prejuicio, el poder de la fuerza y el uso de la violencia” (p.679)

“Los grupos armados fungieron como autoridad moral imponiendo normas orientadas a regular los comportamientos especialmente de jóvenes y mujeres. Entonces impusieron reglas como códigos indumentarios y toques de queda. Las mujeres se convirtieron en objetivo militar, bien fuera por transgredir roles de género, retar las normas impuestas o por ser consideradas «depositarias» del honor de las comunidades y por tanto un blanco para humillar al adversario. Muy pronto entendieron que atacar a las mujeres significaba atacar al conjunto de la comunidad y su tejido social. Desplazar a las mujeres es desplazar a las familias, pues ellas salen con sus hijos, con los ancianos, con todos aquellos que estén a su cargo. Romper el tejido social era afectar a los hijos, acabar con las familias, amenazar los hogares, destruir los cultivos, dañar los ecosistemas, fracturar la comunidad” (p.680)

“Las guerrillas, los paramilitares y miembros de la fuerza pública también utilizaron el cuerpo de las mujeres como un lugar de disputa, para demostrar que eran capaces de dominar a las mujeres humillándolas y humillando a sus parejas o a su familia. También para demostrar poderío sobre sus adversarios, compañeros y los pueblos que se oponían a los procesos de ocupación en los territorios. Y, sin duda, para satisfacer apetitos sexuales. En el caso de los paramilitares, estas violencias contenían una profunda carga de crueldad y sevicia contra las mujeres. Fue un mecanismo efectivo de terror que usaron para desplazar, despojar y controlar los territorios y comunidades en distintas partes del país” (p.680)

“Sobre las personas LGBTI+, la Comisión identificó un patrón de persecución en razón de su identidad de género y de su orientación sexual. Tanto guerrillas como paramilitares y fuerza pública les ejercieron múltiples violencias, entre ellas, las violencias correctivas ocuparon un lugar importante. Cualquier persona que transgrediera los roles de género establecidos de manera prejuiciosa por la sociedad y la cultura, constituía una amenaza para «la moral social». Entonces, en función de un control territorial y social, eran castigadas de manera «ejemplarizante», a manera de corrección e higienización” (pp.682-683)

La desprotección a niños, niñas y jóvenes 

“En el conflicto armado, los cuerpos de los niños, niñas y adolescentes se convirtieron en blancos militares por ser hijos o estar relacionados con personas que tenían identidad política contraria a la del adversario. Pero también la violencia contra sus cuerpos fue utilizada para enviar mensajes de crueldad, para camuflar armamentos o artefactos explosivos, para servir como instrumentos de guerra. Asimismo, los niños, niñas y adolescentes fueron testigos de crímenes y perseguidos por ello” (pp.687-688)

La inscripción de la doctrina del enemigo interno, la estigmatización y el exterminio del adversario 

“Un hallazgo central de la Comisión de la Verdad que tiene un gran potencial para explicar la persistencia del conflicto es la estigmatización como mecanismo de construcción del enemigo, como base de la persecución y exterminio físico, social y político. Este mecanismo se ha instalado en la cultura como extensión de los múltiples prejuicios que existen en el país y que se anclan en la historia de la construcción de la nación… La estigmatización se ha construido fundamentalmente sobre la base de la doctrina del «enemigo interno», la racialización y la aporofobia. Es decir, se ha construido sobre los sujetos excluidos mediante nociones extendidas en los discursos, en las prácticas de poder y guerreristas. Esta estigmatización es, en buena medida, de origen militar. Colombia la heredó de los Estados Unidos, que en principio fue una doctrina y una política militar de control del comunismo a Colombia” (pp.689-690) 

“Esta doctrina, que persiste hasta hoy, rápidamente se extendió a todos aquellos que no estaban de acuerdo con el sistema imperante o que demandaban transformaciones políticas, sociales y económicas: dirigentes y miembros de partidos de izquierda y progresistas; defensores de derechos humanos, líderes religiosos, lideres sociales y ambientalistas; sindicalistas, organizaciones sociales, entre otros, que, hasta la fecha, siguen siendo perseguidos, torturados, eliminados, judicializados y expatriados. En Colombia se ha hecho espionaje y persecución hasta a la Corte Suprema de Justicia, a procuradores de DDHH y a fiscales” (p.690)

“Un punto grave de la estigmatización del otro como enemigo es que muchas veces tiene origen en una mentira que se instala como verdad porque conviene a una persona, a un colectivo o a un propósito. Una mentira se repite y se repite hasta convertirse en un prejuicio colectivo o generalizado que no se cuestiona. Sobre esa mentira se construye lo que es «normal», «justo» y «aceptable» en la vida cotidiana de la gente, alejándonos de la posibilidad humana que acoge al otro o la otra como es, sin prejuicios” (p.690)

“Desde los años sesenta en adelante, la doctrina del enemigo interno se ha inscrito en la cultura, en las formas de entender el mundo y los comportamientos de la institucionalidad y una buena parte de la población. Esto ha hecho que las relaciones sean contenciosas, que no haya confianza entre los seres humanos y de ellos hacia las instancias de poder. En conclusión, la doctrina del enemigo interno se ha inscrito en la cultura consciente e inconscientemente y nos impide convivir en la diferencia” (691)

La persistencia del conflicto armado interno contribuye a la naturalización de la violencia 

“Las prácticas violentas y los enfrentamientos pasaron a formar parte de la vida cotidiana de no pocas poblaciones colombianas. Siempre hubo una justificación al alcance de la mano de los actores armados, por horrorosos que fueran los sucesos violentos cometidos. Esa justificación la podemos formular como sigue: hay que defenderse del «otro malvado», responsable de todo cuanto suceda y al cual se le tiene que contraatacar hasta aniquilarlo. Aniquilar se convirtió en el verbo a conjugar. En la sociedad civil también se fue legitimando hacer justicia por propia mano Mientras haya odio, habrá una viva propensión a destruir el objeto odiado, temido… Mientras no se visibilice el perjuicio acumulado de mentiras y no se desenmascare la construcción del «sentido común» construido, los antagonismos y los odios seguirán en todos los niveles, pues la sociedad, el Estado y los grupos armados participan de la misma matriz de sentido” (p.692)

El despojo del territorio es la destrucción de las culturas 

“El desplazamiento y despojo de tierras ha producido un enorme daño en las culturas, porque estas están estrechamente relacionadas con el territorio: «el lugar en el que se despliega la cultura». Una vez perdido el vínculo que ata a las comunidades con su tierra, con sus semejantes, con sus prácticas culturales, sus mitos y sus modos de producción, estas son arrojadas a mundos que no les pertenecen Encontrar sentido y arraigo en esos mundos ajenos no es fácil. Las competencias previamente desarrolladas no necesariamente coinciden con las necesidades del nuevo entorno para competir en el mercado, para tener un lugar, para llevar una vida digna. Razón por la cual los desplazados sufren la exclusión, la estigmatización y son presa fácil del reclutamiento de los grupos armados o delincuenciales… Esa degradación social dejó un vacío cultural en el que se perdió la moralidad y la comprensión de las causas, los efectos y las consecuencias de los hechos. La pobreza de esa periferia, sumada al desarraigo de estos jóvenes, produjo la ruptura con las costumbres campesinas con las que habían llegado sus progenitores y abuelos” (pp.694-695)

“Una nación en la que se han despojado más de 8 millones de hectáreas y arrojado a sus pobladores a un destino incierto. En donde se han destruido y envenenado cientos de miles de hectáreas, y parte del patrimonio cultural y natural en medio de la guerra. Esa es una sociedad que necesita hacer conciencia sobre lo que significa el arraigo al territorio para sus habitantes y las fortalezas que derivan de esta identidad, desconocida para los pobladores naturalmente urbanos y, por lo tanto, para muchos de los decisores del país, cuyos vínculos con el territorio son tan frágiles como los que tiene con su comunidad y su cultura” (p.696)

Una democracia y una justicia de baja intensidad conducen a la desconfianza y la ilegalidad 

“En Colombia la promesa de la democracia no se cumple para todos, pues es uno de los países más inequitativos. La corrupción es uno de los fenómenos más constantes y fuertes en la vida diaria de la sociedad colombiana, y esta afecta todos los niveles de la institucionalidad. La impunidad tiene niveles inimaginables, además de que como sistema no llega a todos por igual. La corrupción y la ilegalidad en instituciones del Estado, de la política y en sectores de la fuerza pública, sumado a la impunidad frente a los innumerables actos de violencia, impiden que las oportunidades y la protección alcancen al conjunto de la población y que muchos se sientan abandonados por el Estado. Ese sentimiento de no tener un lugar conduce al desapego e incumplimiento de la ley; al deprecio por las autoridades y por el Estado” (p.696)

“Ese sentimiento de no tener un lugar conduce al desapego e incumplimiento de la ley; al deprecio por las autoridades y por el Estado. Lo que fortalece la cultura de la ilegalidad y la ausencia de corresponsabilidades… Por lo demás, si quien imparte la ley no la cumple, y si quien debe cumplirla no recibe del Estado la protección y las condiciones necesarias para una vida digna, no hay un vínculo posible de corresponsabilidad” (p.696)

“Al respecto, el comisionado Carlos Beristain dice: «La impunidad es descrita por las víctimas con dolor y como una nueva forma de desprecio por la vida, aumentando el abismo de desconfianza por el propio Estado. La impunidad destruye la posibilidad de reconstruir una relación ética entre la gente, donde la vida y los acuerdos mínimos para cuidarla sean respetados por todos. La mentira y la negación son institucionalizadas y defendidas impidiendo que la historia de las víctimas tenga un carácter público y, por lo tanto, una apropiación de la sociedad sobre sus realidades»” (pp.697-698)

Finalmente, en la reunión propuesta por la Comisión de la Verdad para recoger aportes para el capítulo sobre recomendaciones, Pablo de Greiff enumeró los efectos de este estado de cosas: «Los grados de confianza cívica en Colombia son muy bajos. Lo mismo sucede con los grados de confianza en las instituciones y los índices de solidaridad social. Además, los niveles de intolerancia en Colombia son bastante altos. La gente se considera en riesgo y siente que está invitada permanentemente a tomar una acción defensiva de manera preventiva. Eso alimenta la posibilidad de conflicto, sumado a la capacidad de seguir normas de forma reflexiva, que en Colombia es bastante baja»” (p.698)

“Es de esta manera que una serie de antivalores se convierten en rasgos culturales, que se suman a la persistencia del conflicto armado y el narcotráfico, convirtiéndose en sentido común, en una manera natural de llevar la vida y relacionarse. En vez de elevar el valor de la vida en común, estos antivalores destruyen la comunidad, por lo que es necesario nombrarlos y enfrentarlos uno a uno y en sus interconexiones: inequidad, corrupción, ilegalidad, impunidad, desigualdad, desprecio por el Estado y por lo público; mentira institucionalizada, pragmatismo e inmediatismo en los logros económicos; intolerancia, rechazo a la forma reflexiva o al discernimiento. Todos estos elementos deben ser destituidos de la matriz de sentido común para poder vivir en comunidad” (p.698)

Los daños culturales que profundizaron las insurgencias, el paramilitarismo y el narcotráfico 

“Los actores armados, entonces, no hicieron otra cosa que naturalizar la acción por mano propia, el desprecio por la vida, la captura de poderes y rentas; la vinculación de grandes sectores de población pobre y excluida a la guerra y a los negocios ilegales que la soportan; la vinculación de las élites políticas y económicas a la vida ilegal para el logro de sus objetivos de poder, la ascensión en la escala social vía la acumulación de riqueza adquirida de manera ilegal. También transformaron los valores, las prácticas sociales y políticas que contribuyeron a deslegitimar a una buena parte de los poderes del Estado, especialmente el de la fuerza pública y la justicia, incidiendo en el grave debilitamiento de la ética pública. Los límites morales se corrieron” (p.699)

“Entidades del Estado fueron capturadas o infiltradas por grupos armados e ilegales, transformando sus prácticas. Las administraciones locales fueron cooptadas en muchos territorios. La idea de que el Estado es un botín está naturalizada. La gente en las regiones piensa que es normal que quienes llegan al poder se enriquezcan y hagan alianzas cuestionables” (p.700)

“Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, señala que esta «suspensión de la conciencia» es lo que está en las bases que permiten el horror a gran escala en las guerras. Lo que es bueno o malo no depende de la ética, sino de si es útil a los intereses en juego. Ese pragmatismo instrumental sustituye a la ética en las sociedades polarizadas como en el caso de la colombiana, luego de los impactos de la guerra. Pero ese entumecimiento moral no operó solo sobre los ejércitos o actores directos del conflicto armado. Operó, ¡y de qué manera!, sobre sectores de la sociedad que estimularon o aprobaron la violencia armada, corriendo hasta niveles indecibles las fronteras éticas” (p.700)

Las respuestas culturales al conflicto armado interno 

“A esta tragedia, a este daño cultural producido por el conflicto armado extendido en el tiempo y en la geografía nacional, se han opuesto las comunidades con su coraje para resistir y reexistir en medio de las más difíciles circunstancias. Cabe destacar desde las actitudes individuales ejemplares hasta los más variados y ricos proyectos comunitarios y sociales que han permitido transitar de la conflictividad armada a la convivencia, y del dolor a la reconciliación” (p.702)

“En el conflicto armado colombiano los medios han tenido un doble rol. Han sido aliados estratégicos para los procesos de construcción de ciudadanía y denuncia de los horrores y de los factores de persistencia de la guerra, pero en otros casos han estimulado la violencia a través de la estigmatización y del silenciamiento de algunos asuntos. de. Todo esto incide en la cultura, en el modo de relacionarnos” (p.703)

“La cultura es un dispositivo que potencia el vínculo comunitario, el arraigo, la capacidad de defensa de las comunidades y su fortaleza para superar los traumas. A más identidad cultural, si está abierta a otros y tiene arraigo territorial, mayor capacidad de articulación y defensa comunitaria… La historia reciente de Colombia está llena de actos de tremendo valor, de gente que se atrevió a decir no al mandato de la confrontación y del olvido, y que reafirmó la solidaridad como valor que nos salva… A esta transformación positiva se suma de manera decidida el Sistema Integral para la Paz, cuyas «narrativas, que han empezado a circular por estas instancias de la justicia, serán un relato cultural de profundas implicaciones, ya sea por sus propios textos de verdad, como por lo que ellos implican a los valores de la sociedad” (p.703)

El sistema educativo 

“A pesar de innumerables esfuerzos, ha contribuido a arraigar el imaginario colectivo de una nación blanca, castellana y católica; nociones de clase en las que no logra constituirse la gran riqueza de la nación ni la visión de país que define la Constitución, la de Colombia como una nación pluriétnica y pluricultural. No sobra recordar cuáles son algunos de los principios fundamentales de la Constitución del 91 que tiene que ver con esta reflexión sobre la cultura, y el llamado es a su cumplimiento: 

Artículo 1. Colombia es un Estado social de derecho [...] democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general. Artículo 2. Son fines esenciales del Estado: servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; [...] y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo. Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares. Artículo 7. El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana” (pp.704-705)

“Por lo tanto, es necesario que se asuma como un imperativo para el logro de la paz y se haga una propuesta integral que dé respuesta al tipo de sujeto y sociedad que es necesario formar para cumplir con el mandato constitucional sobre la base del respeto. También es necesaria la formación de una ética pública y el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural y política o ideológica, y la capacidad de deliberación civilizada sobre la diversidad de pedagogías coherentes con la paz y la democracia… La división del sistema de educación entre privada (excluyente) y pública (pobremente financiada) ahonda las diferencias y distancias culturales. Por lo tanto, dificulta el reconocimiento de la igual dignidad de todos los seres humanos y profundiza la inequidad. La educación como un derecho público debe garantizar el acceso generalizado con calidad a los colombianos, sin distinción” (p.705)

Los medios de comunicación 

“La mayoría de ellos de propiedad de sectores de poder con intereses más particulares que comunes, han extendido muchas veces una noción amañada de la realidad, han ocultado otra parte y se han ensañado con otros sectores o poblaciones, produciendo una noción fragmentada e irreal del país… Las redes sociales, si bien llegaron para democratizar la información, exigen una ciudadanía formada, capaz de distinguir lo que es verdadero, bueno y conviene a todos, de los intereses y discursos que buscan beneficios particulares o, lo que es peor, destruir valores, personas y colectivos. Este reto, el de formar una sociedad con capacidad de análisis, también lo debe asumir el sistema educativo” (p.706)

“La Comisión trabaja en un mundo donde lo digital y las redes sociales se han convertido en potentes mecanismos para difundir información. Pero también en un tiempo de esa posverdad donde no solo se difunden informaciones distorsionadas de forma masiva” (p.706)

Las iglesias y comunidades de fe 

“Por años han tenido un lugar dual en la configuración de los patrones culturales, que se radicalizan de un lado o del otro según los gobiernos de turno, los vaivenes de las directrices de las iglesias en al ámbito mundial y las ambiciones de poder de sus dirigentes. Unas veces han estado del lado de la compasión, de los pobres, de la búsqueda de la integración social y de la convivencia pacífica, y otras veces del lado de los poderes, de los privilegios y, sobre todo, de la restricción de las libertades individuales, siendo muy determinante su papel en la estigmatización del otro que no comparte su credo, que no actúa bajo su norma” (p.706)

“Por ello, la mayoría de las recomendaciones están pensadas para la transformación de una cultura que nos permita vivir armónicamente y en comunidad, para refundar las bases de la democracia. Estas van dirigidas a estos sistemas de creencia por su poder transformador, por su presencia en toda la sociedad y en todo el territorio nacional, y porque son también sectores de poder” (p.707)

Un llamado a la transformación 

“Será necesario fundar una ética pública, una ética laica, compartida por al menos una inmensa mayoría, que reconozca la igual dignidad de todos los seres humanos. Esto acompañado de una democracia que garantice el acceso pleno a los derechos de todas y todos los ciudadanos sin distinción de raza, etnia, género, religión, clase social e ideología política. Solo sobre la base de este cambio, sustantivo y seguramente lento, podrá fundarse una sociedad en la que el respeto y la justicia sean el eje del desarrollo y de la vida” (p.707)

“Al proponer la construcción colectiva de una ética pública, válida para todos los colombianos y colombianas, la Comisión invita a las distintas fundamentaciones éticas para que, desde sus fundamentos –los derechos humanos, el evangelio, las tradiciones indígenas, la seriedad humana de los ateos, la moral ecológica– todas y todos contribuyan a dar soporte al conjunto mínimo los valores que nos permitan vivir como comunidad nacional y trasladar esta identidad a las generaciones futuras” (p.707)

Análisis

Una primera observación acerca de la influencia de la violencia en la cultura ciudadana, es la de que el conflicto interno ha debilitado los valores, la confianza en el Estado y sus representantes, prestándose a que las clases marginadas incurran en actividades delictuosas, al perder las  esperanzas de tener participación, protección y servicios asistenciales.

De otra parte, al estar segmentada la población por clases sociales, con distinciones abismales en cuanto al nivel educativo, a las oportunidades de vincularse al sistema económico, o a tener protección de las autoridades ante los abusos y la explotación, se produce una polarización en las creencias, una falta de identidad, un desapego al sistema, una rebeldía a la autoridad, y el surgimiento del odio y la venganza.

El despojo de tierras y el desplazamiento forzado de muchas comunidades, han creado un daño profundo en la cultura de pueblos indígenas, que se han visto abocados a la lucha por su sobrevivencia, bajo condiciones infrahumanas de exclusión, marginamiento que las hace proclives a su reclutamiento para dedicarse en actividades ilícitas.

La soñada democracia, amplia en derechos ciudadanos, está lejos de cumplirse dentro de una sociedad cada vez más inequitativa y corrupta, especialmente para los pueblos étnicos y discriminados que los expulsa y rechaza, creando un ambiente de ausencia del Estado en el que se violan las leyes y los derechos humanos.

Recomendación

La principal recomendación es acerca de la construcción de una cultura de la paz, que erradique los vicios y taras culturales que se asentaron en la mentalidad de la gente, acerca del “enemigo interno” creado en oposición al comunismo desde hace más de seis décadas, y la discriminación racial que ha existido desde la Colonia, y ha permanecido en el subconsciente de los colombianos por varios siglos.

Dentro de los esfuerzos del Estado por crear y construir una cultura de paz, está la ley 1732 de 2015 que estableció la “Cátedra de la Paz”, como de obligatorio cumplimiento en todas las instituciones educativas del país. Su objetivo es fomentar el proceso de apropiación de conocimientos y competencias relacionados con el territorio, la cultura, el contexto económico y social y la memoria histórica, con el propósito de reconstruir el tejido social, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución. 

Referencia


(*) "Hay futuro si hay verdad", Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Primera edición, Bogotá, Colombia, Comisión de la Verdad, 2022. ISBN 978-958-53874-5-4

Nota: La Comisión de la Verdad fue creada en el Acuerdo de Paz firmado por el gobierno nacional y las FARC-EP en noviembre de 2016, como un organismo extrajudicial, temporal y como uno de los pilares del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición. Dicha Comisión fue integrada por once comisionados, los cuales fueron seleccionados en noviembre de 2017 y comenzaron a funcionar oficialmente en mayo de 2018. 

 

 

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