viernes, 21 de octubre de 2022

ICV Capítulo 2. Democracia sin violencia


Introducción


En este post se discuten algunos aspectos relacionados con el proceso de democratización que se ha vivido en Colombia, analizando sus orígenes, características y tendencias, con base en el Informe de la Comisión de la Verdad (ICV)*. Se presentan extractos relevantes en forma sintética, pero respetando sus textos originales, aunque se suprimen algunos detalles que pueden consultarse directamente desde la Plataforma digital de la Comisión (ver Referencia al final), se evitan los testimonios textuales para abreviar, y se omiten las referencias bibliográficas y las notas de pie de página que lleva la publicación original. También se ha simplificado la numeración, los títulos y los subtítulos, para así atraer más lectores, ya que pueden desanimarse al ver su extensión. De todas maneras se incluye el número de la página del Informe donde se encuentran dichos extractos.                                    

Síntesis

“La guerra que vivió Colombia desde los años sesenta del siglo pasado fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado, la tenencia de la tierra, el control del territorio y las rentas. Esta guerra es diferente de la Violencia de mediados del siglo pasado, que era un conflicto entre los partidos políticos, y es diferente también a los conflictos armados que persisten en algunos territorios, cuyas dinámicas son una mezcla de objetivos políticos y económicos. Esta no fue, pues, una guerra entre ejércitos combatientes sino una en la que las armas apuntaron contra seres humanos en estado de indefensión” (p.92)

“El conflicto armado interno, de naturaleza política, articuló diversas violencias: desde las disputas por las esmeraldas, pasando por las de las drogas ilícitas, por las de rentas del Estado, las de los conflictos laborales, urbanos o agrarios, por la tierra, hasta las de género y las más estructurales como las asociadas al racismo. La guerra en Colombia se configuró desde el campo político y desde él se condujo la acción de la fuerza pública. Fue una guerra profundamente racional en la que el uso de la violencia se reguló o desreguló según el logro de objetivos o intereses relativos al poder” (p.93)

“Es claro que el rol de la sociedad civil en todas sus formas ha sido determinante para ponerle fin a la guerra y lograr la paz. Primero, con el voto. El Frente Nacional, la Constitución de 1991 y luego con la defensa del Acuerdo de Paz de 2016 en las calles, cuando estuvo en riesgo de ser implementado. La política, a pesar de su decadencia, sigue siendo para los colombianos (y para el mundo) el mayor instrumento de cambio social” (p.95)

“La paz en Colombia no se ha logrado nunca desde un solo lado. Democracia y paz son dos procesos que se retroalimentan. Así lo demuestra la historia del conflicto. Por eso, para que la democracia deje de ser restringida, formal y menos imperfecta, es necesario no solo acabar con la guerra, sino con la violencia. «No matarás» debe ser el primer mandamiento de la República de Colombia” (p.95)

“La paz no es solo el silencio de los fusiles sino la creación de condiciones para la libertad humana. Es un ideal que también requiere normas, valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio igualitario de derechos. Y entiende la guerra como el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia. Con todo, en Colombia se ha ido consolidando, de manera paulatina, un proceso de democracia: de menor a mayor inclusión y de mayor a menor violencia. Es un proceso incompleto e imperfecto, pero arroja luces sobre las acciones que el Estado debe emprender para lograr una democracia pacífica en lugar de una democracia violenta como la que ha vivido. Ese proceso de democratización ha sido empujado en particular por los sectores pacifistas de la sociedad civil que estuvieron en contra de las armas como camino para el cambio social” (p.96)

Los tres momentos de la paz y la guerra 

“La democratización ha ido de la mano con la pacificación y las reformas tendientes a la consolidación de un Estado nación. En las últimas seis décadas, ha habido varios intentos por construir una paz estable y duradera. Por lo menos tres de ellos han terminado en pactos o acuerdos: el Frente Nacional, en 1958; el proceso constituyente, que culminó en 1991; y el Acuerdo de Paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), en 2016” (96-97)

“Hasta finales de los años setenta, el conflicto fue mucho más dinámico en lo social y político que en lo armado. Sin embargo, el régimen bipartidista no estuvo a la altura de las reformas que se requerían para evitar una radicalización de los sectores sociales y de algunas izquierdas. En particular, el hecho de que sectores muy influyentes de ambos partidos se hayan unido para sabotear la reforma agraria que había impulsado Carlos Lleras Restrepo, con fuerte apoyo campesino, generó la sensación de que el reformismo tenía un espacio muy limitado en el sistema colombiano y significó una gran frustración para el campesinado sin tierra. Esta nueva realidad de inconformismo social no fue resuelta de manera democrática. De hecho, los gobiernos del Frente Nacional usaron y abusaron del estado de sitio y de la represión para enfrentar el malestar de las personas. De dieciséis años que duró este acuerdo, diez transcurrieron bajo estado de excepción. Esto implicó entregarles facultades del gobierno civil al estamento militar, lo que derivó en graves violaciones de los DD. HH.” (p.99)

“La irrupción del Movimiento 19 de Abril (M-19) a mediados de los años setenta rompió la dinámica vegetativa de esas guerrilla. Este grupo llevó la guerra a las ciudades y a las élites económicas y políticas. También construyó una narrativa nacionalista y democrática que atrajo a algunos sectores de las clases populares urbanas en un país que había cambiado demográfica, sociológica y políticamente. Esta fue alimentada por el fraude de las elecciones de 1970” (p.100)

A finales de los años setenta se creó un escenario perfecto para el surgimiento de la insurgencia. Al menos cinco fenómenos contribuyeron a lo anterior: 1) el contexto internacional ofreció mensajes favorables para las revoluciones. Al triunfo de la Revolución cubana –que en realidad fue un caso excepcional– se sumó la derrota de Estados Unidos en Vietnam, la victoria de los sandinistas en Nicaragua y el auge de las guerrillas en Centroamérica. 2) El movimiento social se radicalizó ante la incapacidad del régimen de hacer reformas desde el Estado que generaran mayor equidad ante la realidad de que el sistema estaba conformado por redes clientelares de los partidos y las élites. 3) Las guerrillas decidieron tomar el poder por la vía armada e insurreccional, premisa que imperó en sus acciones entre 1978 y 1982, pero luego se extendió hasta 1990 (y más allá). 4) El gobierno de Julio César Turbay Ayala otorgó a la fuerza pública el poder y la libertad (acompañada de la impunidad) para frenar el campo insurgente con el Estatuto de Seguridad, lo que ocasionó graves violaciones de los DD. HH. 5) El narcotráfico irrumpió en el país como un actor político y económico, que encajó sin problemas en el sistema clientelista, con una doble articulación social: por las élites, a través del comercio de la droga y el lavado de activos; y por los sectores populares, a través de los cultivos y los ejércitos privados de violencia” (pp.100-101)

“La década de los setenta terminó con un gran cierre de la democracia. Las normas y políticas del Estatuto de Seguridad, dictadas por el ejecutivo, aceptadas por el poder judicial e implementadas por el sector castrense, construyeron como enemigo a los disidentes y críticos del régimen" (p.102)

Abrir la democracia 

“En varios momentos, la fuerza pública creyó que era posible la derrota militar de las guerrillas y que la democracia podía y debía sacrificarse, si era necesario para lograrlo. De hecho, ante las denuncias del naciente movimiento de derechos humanos en el país, algunos de los más destacados generales adujeron que los controles institucionales les impedían ganar la guerra" (p.103)

"Por su parte, las élites económicas fueron reacias a los cambios que traería la democratización del poder político, si esto implicaba compartir los espacios de poder con las izquierdas. Esto sucedió, sobre todo, en sectores vinculados a grandes latifundios y la ganadería. El miedo al cambio de un modelo de la propiedad y, por ende, la pérdida de sus privilegios se impuso a la búsqueda de la paz de Betancur. Y sin el apoyo de los sectores económicos y los militares era poco lo que se podía avanzar” (p.104)

"Las élites políticas regionales, cuyo papel en el mantenimiento del poder central es crucial, también formaron parte de los «enemigos agazapados de la paz». Estas sintieron amenazado su poder con la irrupción de una izquierda legal, amparada por el Gobierno en el proceso de paz, justo cuando se abrían los espacios de la descentralización política y administrativa" (p.104)

"El narcotráfico también se opuso a la paz de Betancur. En perspectiva, lo que ocurrió a partir de 1982 fue que mientras a la guerrilla se le abrían las puertas para ingresar al sistema bajo el reconocimiento como actor político, al narcotráfico, que ya hacía parte de él, se le expulsó y se le redujo, en público, a la condición de criminal – en privado, sin embargo, se mantuvieron y profundizaron esas alianzas -. En lugar de una presencia directa en los cargos directivos del Estado, los narcotraficantes mantuvieron relaciones con sectores influyentes de los partidos políticos, las élites económicas y la fuerza pública. Todos los anteriores actores se unieron en contra de la democratización que trajo el proceso de paz de Belisario Betancur. En ese contexto, el paramilitarismo surgió como una respuesta violenta al cambio que se estaba produciendo” (p.105)

“La mayoría de las guerrillas tampoco se tomaron en serio la oferta de «democratización» de Betancur. Un sector, que incluía el ELN, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-Patria Libre (MIR-PL), nunca acudió a la paz. Estas guerrillas se unieron para impulsar la lucha social y política «extrainstitucional» y crear un poder alterno o popular. Las FARC-EP, por su parte, aunque estuvieron más cerca de llegar a un acuerdo, en la práctica mantuvieron vigente su plan de tomar el poder por las armas” (p.105)

“En 1984, el Gobierno y las FARC-EP firmaron el Acuerdo de La Uribe con el que se le dio vía libre a la creación de la UP como una opción legal en la política para los guerrilleros… La idea no alcanzó a probarse. Apenas los primeros congresistas del partido fueron elegidos, comenzaron a ser asesinados en un exterminio político que duró más de una década" (p.106)

"La guerra sucia fue un factor –no el único– que impidió en ese momento la entrada a la democracia de los grupos en armas que percibieron en este una reacción violenta al proceso. Las guerrillas tampoco habían incorporado la lucha democrática como su horizonte. Más bien libraban una lucha que les llevara a la «toma» del poder político y la construcción de otro Estado y otro régimen político. Para todos los casos, el de la extrema derecha y la extrema izquierda, la combinación de armas y política resultó nefasta” (p.106)

“Las Fuerzas Armadas impusieron la retoma del Palacio así esta devastara las altas cortes del país, otro de los pilares del Estado. Más de 100 muertos y por lo menos once desaparecidos fueron el saldo atroz de esa decisión. Entre las cenizas del palacio quedó enterrada la posibilidad de una paz temprana, que le hubiese ahorrado a Colombia cientos de miles de muertes y sufrimiento. El Palacio de Justicia cerró el espacio político de la paz” (p.107)

"Mientras la guerra sucia escaló con masacres y magnicidios, el Gobierno y sectores democráticos buscaron la reforma. En ese contexto, resultó crucial que un grupo de guerrillas –M-19, EPL, PRT y Quintín Lame– cambiaran su lectura del momento y reconocieran que la lucha armada no era el camino y que con la violencia no construirían un mundo mejor. La negociación definitiva con estas guerrillas, consolidada entre 1989 y 1991, contribuyó a que convergieran las rutas de la paz y la reforma democrática" (p.108) 

“En la arena quedaron tendidos algunos de los mejores líderes del país, que fueron asesinados bajo el sistema de la combinación de armas y la política, y del crimen como parte de la lucha por el poder. La mayoría de ellos, pero no todos, eran miembros de la oposición política y social al régimen. Hubo un genocidio de todo un partido, la UP, y para las elecciones de 1990 habían sido asesinados cuatro candidatos presidenciales, incluido Luis Carlos Galán, quien era el favorito para ganar la Presidencia; Jaime Pardo Leal; Carlos Pizarro, y Bernardo Jaramillo. Todos ellos representaban, de una manera u otra, el cambio” (p.108)

Paz, constituyente y Constitución 

“La Constitución de 1991 fue posible porque hubo cambios de paradigmas mentales y de propósitos políticos en todos los actores involucrados en la guerra. Se pasó de la intransigencia a la concertación, y del todo o nada a la búsqueda del mejor acuerdo posible. La política volvió a tener potencial transformador. Este acuerdo de paz, derechos, pluralismo y modernidad dejó claro que en Colombia sí había un camino para las reformas. O, en otros términos, que sin el tronar de los fusiles era posible entenderse” (p.108)

“La Constituyente demostró que era necesaria la concurrencia de las diferentes corrientes para lograr una paz nacional y, sobre todo, acuerdos sobre lo fundamental. La Constitución de 1991 sentó las bases para una transformación paulatina del país. Hizo que la demanda de derechos políticos, pero también económicos, sociales y culturales, dejaran de ser calificados como subversivos y se convirtieran en parte esencial de la vida digna. Y, en breve, fue el fundamento para transformar la relación del Estado con los ciudadanos y consolidar instituciones democráticas" (p.109)

“Hay por lo menos cinco factores más que explican la llegada de esa gran guerra. 1) A la competencia política se le sumó una fuerte competencia por las rentas lícitas e ilícitas, lo que se reflejó en las disputas por el poder local. Las guerrillas en particular se disputaron la coca y la minería, y desde los sectores en el poder, el incremento en los costos de las campañas incentivó la corrupción. 2) El narcotráfico se consolidó como un actor político-militar que financió y articuló una coalición contra las reformas y la democratización que se derivaban de la Constitución a través del proyecto paramilitar. 3) Una parte del país y de la población continuó excluida del pacto; y las guerrillas se afincaron precisamente en esos territorios marginados para continuar con el conflicto. 4) La guerra contra las drogas avivó el fuego de la violencia. 5) Y la idea de la paz como el silencio de los fusiles, y no como un proyecto de paz territorial y reconciliación nacional, primó entre las mayorías” (p.110)    

“La descentralización y la apertura económica, las dos principales dinámicas del régimen durante los años noventa, pusieron al «territorio» como el principal escenario de disputa. La guerra en estos años fue una confrontación política entre la extrema derecha y la extrema izquierda, una disputa feroz por el narcotráfico, el petróleo, las rentas mineras, la tierra y la contratación pública; pero también por la representación de los territorios en el proyecto de nación y por los discursos y narrativas. En este escenario, los territorios étnicos y las regiones de colonización campesina se convirtieron en corredores geográficos de la confrontación” (pp.111-112)  

“Como respuesta a la guerra integral del presidente César Gaviria (1990-1994), las FARC- EP establecieron como su enemigo al Estado integral. Así, masacraron, secuestraron y exiliaron a alcaldes, concejales, diputados y congresistas. En esta coyuntura, y durante toda la década de los noventa, también cometieron asesinatos políticos motivadas por antiguas retaliaciones. El enemigo ya no era solo el combatiente armado: la noción del «enemigo» se extendió incluso a periodistas, académicos, ministros que ellos consideraban parte del establecimiento” (pp.112-113)

“La violencia paramilitar no fue, en principio, indiscriminada. Esta estuvo, de hecho, racionalmente orientada a herir a las fuerzas de cambio social que emergían en el nuevo contexto de apertura democrática. En particular, se atacó a la UP, cuyo genocidio se consolidó en los años noventa, a los movimientos regionales y a las expresiones más políticas del movimiento social” (p.113)

“En esa guerra, que entre 1995 y 2005 dejó el mayor número de víctimas en el país, se consolidó una contrarreforma agraria y se revirtieron algunos de los logros de la paulatina democratización, en algunos casos de manera temporal y en otros más prolongada… Las AUC, así como las expresiones anteriores y posteriores del paramilitarismo, han significado la mayor destrucción de los avances democráticos del país, especialmente por su contenido ultraconservador y elitista” (p.114)

“Algunos empresarios y políticos asentaron las redes y mecanismos de acceso al poder de las instituciones. Sectores de la fuerza pública actuaron al lado de los paramilitares aportando información, moviendo tropas para dejarles libres el camino o, incluso, en operaciones conjuntas. La justicia –la penal militar y la civil– sucumbió a la impunidad, fue infiltrada por redes criminales y atacada desde adentro. Los paramilitares construyeron un modelo de Estado y de gobierno, y moldearon una fuerza política que llegó a representar más o menos el 30% del poder en Colombia” (pp.114-115)

“Los paramilitares solo excepcionalmente se enfrentaron en combates con las guerrillas; y atacaron principalmente a la población civil a pesar de que esta, en la mayoría de los casos, no configuraba esas bases sociales de las guerrillas que imaginaban… Al tiempo que arreciaban contra esa supuesta agua, los paramilitares se propusieron acabar con sectores críticos como defensores de DD. HH., periodistas, investigadores judiciales, etc. De esa manera, buscaron silenciar la democracia… Las guerrillas, en particular las FARC-EP, también propiciaron desplazamientos forzados y despojos por razones de control territorial y de captación de rentas” (p.116)

“Los objetivos de ambos bandos (insurgencia y contrainsurgencia) eran diferentes –los unos revolucionarios y los otros contrarrevolucionarios–, pero dependían de las mismas rentas, por lo que con frecuencia sus caminos se cruzaron en los diecisiete corredores de las economías ilegales. Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios. Con frecuencia, los combatientes pasaron de un bando al otro, con solo cambiar de insignias. Se igualaron en los métodos. Moral y éticamente se borraron las diferencias. El Estado permitió por acción y omisión este desenlace. Los paramilitares fueron una red tupida de relaciones, pero el eje estructurante de esa coalición fueron narcotraficantes y miembros de la fuerza pública y clase política. Se trató de una coalición que no fue desautorizada realmente por los gobiernos. Aún más grave, parte del establecimiento político adoptó a las AUC como un interlocutor válido para hacer pactos y concertar apuestas electorales” (p.117)

“Para 2002, el entramado paramilitar –esa coalición violenta para acumular poder y dinero, conservar el statu quo y evitar la democratización, que se expresó en las AUC– creía que ya había ganado la guerra en los territorios integrados del país. Dominaban una parte considerable de las rentas ilícitas y del Estado, y se aprestaban para entrar al sistema político y económico. Se habían firmado los pactos de parapolítica y se habían legalizado por medio de empresas algunos de los «despojos» de tierra que eran el botín de guerra" (p.118)

"Pero quizá el mayor desafío para la democracia en este periodo oscuro fue justamente el deterioro de los valores y de sus atributos propios. Si el país había votado en 1998 masivamente por la paz, para 2002 había perdido completamente la fe en ella. Hizo carrera la noción de que una solución militar, así no tuviera un desenlace democrático, era deseable. De ese modo, se impuso la idea de sacrificar, sin más, democracia por «seguridad»” (p.119)

El desenlace de la guerra: ¿democrático o antidemocrático? 

“Los recursos del Plan Colombia, aprobado durante el gobierno de Pastrana, fueron centrales para fortalecer a las Fuerzas Armadas y rediseñar la estrategia contrainsurgente. Uno de los supuestos de este plan era que fumigando los cultivos de coca también se debilitaría el poder territorial de las guerrillas, que también había perdido zonas de control por la incursión paramilitar” (p.120)

“Las guerrillas, sus motivos y sus métodos perdieron toda legitimidad entre la población (esto se ha podido observar con claridad por lo menos desde 1996). Al mismo tiempo, su existencia y la confrontación daba legitimidad relativa a las acciones militares, políticas e institucionales del gobierno Uribe. Así fue como en Colombia se modificó la Constitución para permitir la reelección presidencial. Ese «articulito» que se cambió estuvo a punto de romper el delicado diseño institucional del Estado colombiano y el equilibrio de poderes. Para 2006, aunque Uribe fue reelegido de manera contundente, la izquierda se convirtió en la segunda fuerza política del país. El bipartidismo había realmente desaparecido" (p.120)

"La guerra se libraba entonces en las regiones selváticas, ricas en materias primas, territorios casi siempre de los pueblos étnicos indígenas y afrodescendientes, disputadas por grupos guerrilleros y otros de carácter esencialmente criminal como los grupos residuales del paramilitarismo” (p.121)

“Un ejemplo es el Congreso, que nunca ha logrado hacer un pare o un examen autocrítico sobre las prácticas oscuras en las que han incurrido tantos de sus miembros. Esta es hoy una de las instituciones con menos credibilidad del país. La fuerza pública, los partidos políticos y algunos tribunales que no llegaron al fondo del problema tampoco reconocieron completamente lo sucedido” (p.122)

“Aunque en la era Uribe las fuerzas del Estado ganaron la ventaja de la guerra y rompieron el equilibrio negativo de esta al comenzar el siglo, en 2008, las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del Ejército se convirtieron en el epítome del juego perverso que puso los medios por encima de los fines. Más aún, fueron crímenes cometidos para sostener una farsa: la de que al enemigo se lo vencía aniquilándolo físicamente, que cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta” (p.123)

La paz ¿estable y duradera? 

“Aunque Juan Manuel Santos ganó las elecciones en 2010 con el guiño y el capital político de Álvaro Uribe, la coalición de gobierno que formó o reestructuró estuvo desde un principio pensada en la negociación con las FARC-EP y el ELN. Por ello, Santos nombró una cúpula militar afín a ese propósito y enfocó su esfuerzo en materia internacional con esto en mente… Su siguiente paso definitivo fue reconocer que en Colombia había un conflicto armado interno y unas víctimas que tenían derecho a ser reparadas y restituidas. Este reconocimiento quedó consignado en la Ley de Víctimas que les daba a las guerrillas el carácter político que se les había negado durante los años anteriores. Esta también reconocía intrínsecamente que el Estado había sido responsable de violaciones de los DD. HH. e infracciones del DIH, pues se reconocía la existencia de víctimas de este” (p.124)

“Santos no detuvo la ofensiva militar contra las guerrillas, pero le tendió un ramo de olivo a las víctimas y, por medio de este, formó una coalición diferente a la que lo había elegido. La alianza política con la que gobernó Uribe era para ganar la guerra contra las FARC-EP y legalizar el statu quo de la coalición contrainsurgente de la que muchos habían sido parte directa o indirectamente. Al cambiar esa coalición, Santos indujo una ruptura necesaria en las élites en el poder… En la guerra en Colombia se habían cometido tantos y tan horrorosos crímenes que Santos entendió que ninguna victoria sería legítima si no se reconocían o resarcían parte de ellos. La acumulación de tierras a partir del fraude, la corrupción y la violencia ocupaba un espacio especial en ese ramillete. En esa medida, la restitución de tierras fue un reconocimiento institucional de que ese robo sí se produjo y se produjo con sangre” (p.124)

“La ruptura entre Uribe y Santos no fue solo narrativa o ideológica. Esta supuso una bifurcación en el modelo de Estado, de democracia y de sociedad. Al reconocer el problema de la tierra, Santos recogió el legado de López Pumarejo y de Lleras Restrepo. Y al admitir la existencia del conflicto armado, le hizo honor a una tradición política en Colombia: la del diálogo nacional, la que iluminó momentos como la constituyente, en los que la democracia colombiana dio saltos hacia adelante. Según Santos, la negociación y el ingreso de las FARC- EP a la política permitiría que territorios en los que el Estado era fallido pudiesen incorporarse paulatina y pacíficamente a la nación. En su visión, se trataba, en definitiva, de una paz con un poco más de democracia y con un énfasis en las víctimas y los territorios” (p.125)

“Para 2014, sin embargo, Uribe se oponía a las políticas y el gobierno de su sucesor. Allí se produjo posiblemente el cambio más importante en el poder en Colombia del último siglo. Para ganar en segunda vuelta, Santos buscó una coalición con la izquierda, que, a pesar de tener reservas en muchos temas económicos y sociales, encontró en esa coyuntura el espacio para lo que Álvaro Gómez llamó un acuerdo sobre lo fundamental: buscar una salida política a la guerra. Había de por medio nueve millones de víctimas y una mezcla de odio, rabia, duda, pero también esperanza, alegría y contrición (p.125). 

“En 2016, el Acuerdo de Paz cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz. El resultado final fue una inclusión a la democracia de sectores que no formaron parte de ella en el pasado en virtud de muchas razones. En particular, supuso el ingreso de las izquierdas que primero buscaron llegar al poder por las armas y que luego entendieron que al poder en Colombia debía llegarse por la ruta de la competencia política, y que la guerra es un despropósito y una iniquidad" (p. 125)

"Hoy, al cerrar el capítulo de parte de la guerra insurgente, el país intenta superar la anomalía de una democracia violenta. El propósito de vivir en una democracia distinta aún tiene muchos retos por delante, entre otros: 1) consolidar la posibilidad de la alternancia pacífica, incluso más allá de las derechas y las izquierdas, entre diferentes alternativas de poder existentes en lo nacional, pero sobre todo en lo local; 2) sacar las armas definitivamente de la política; 3) abrir mayores espacios a las minorías y los grupos no hegemónicos; 4) seguir avanzando en la consolidación de normas e instituciones que profundicen la libertad, los derechos y el buen vivir; 5) cesar la crispación y serenar el debate público; y 6) sacar a todas las mafias –y en especial a las del narcotráfico– del poder político, las instituciones del Estado y la vida social” (p.126)

“Pasar la página de la guerra le permitirá a Colombia abrir los debates que necesita en torno a la relación de las regiones con el Estado y a la confianza de los ciudadanos en las instituciones; sobre la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas; resolver el problema del narcotráfico de manera autónoma como nación; establecer relaciones constructivas con la comunidad internacional; pensar en el modelo de seguridad y convivencia que requiere la construcción de una paz estable y duradera; y reconocernos como parte de una misma nación. Los años tras el Acuerdo han sido paradójicos, en la medida en que el cese de ese conflicto ha convivido con rasgos de la vieja guerra, en especial el uso de las armas para frenar la democracia. La violencia se ha ensañado con los líderes sociales debido a que estos son el mayor capital social de las regiones, pues son necesarios para garantizar una buena gobernanza en los territorios. Lo mismo ha sucedido con los excombatientes que dejaron la armas y confiaron su protección y sus vidas a su otrora enemigo: el Estado. Ha habido, además, una represión brutal contra las protestas, y una tentación de mantener la guerra en las instituciones, recreándola y tentando su regreso con la repetición de las ejecuciones extrajudiciales de civiles, los señalamientos y las acciones militares desproporcionadas” (p.126)

Una democracia herida por la guerra 

“La estigmatización y la construcción ideológica del adversario como enemigo funcionó desde los años de la hegemonía conservadora y la Violencia bipartidista, y se continuó ejerciendo en el marco de la polaridad ideológica de la Guerra Fría. La construcción de los opositores como «enemigos internos» facilitó el ejercicio de la violencia política justamente porque convirtió en subversivos e insurgentes a quienes ejercieron legítimos derechos a la protesta como sindicalistas, campesinos, estudiantes o a quienes apostaron por la competencia política legal… En breve, se acudió al asesinato, a la amenaza, al atentado y al destierro a los competidores políticos… En el plano puramente electoral, Colombia debe reflexionar sobre dos aspectos centrales de su sistema democrático: la larga y traumática trayectoria para aceptar la alternación del poder y el difícil camino para aceptar el pluralismo como una condición esencial del sistema político, algo que requiere de gran madurez de parte de líderes y ciudadanos” (p.127)

“Sobre la alternancia del poder, es importante observar que el Frente Nacional fue una fórmula para evitar la competencia debido a la violencia que esta podía desatar. En los años ochenta, esa competencia política fue aniquilada con la tortura, la desaparición y el asesinato. Los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales para las elecciones de 1990, el genocidio contra la UP y la ofensiva criminal contra movimientos políticos como A Luchar, el Frente Popular, entre otros, son prueba de ello. La guerra de exterminio a los opositores por parte de la coalición de extrema derecha –cuyo eje fueron los narcotraficantes y la fuerza pública– se extendió hasta muy entrado el nuevo siglo. Por las balas del paramilitarismo cayeron líderes de movimientos democráticos regionales y nacionales, defensores de derechos humanos, maestros, periodistas, líderes sociales, gobernantes locales y militantes de todos los partidos” (pp.127-128)

“Las guerrillas también eliminaron a sus adversarios a lo largo del conflicto. El ELN, por ejemplo, asesinó a sus críticos, como el obispo de Arauca, monseñor Jesús Emilio Jaramillo, y a Ricardo Lara Parada y a quienes se negaron o abandonaron pactos voluntarios o bajo presión con esta organización. Las FARC-EP eliminaron y secuestraron a alcaldes, concejales, diputados, gobernadores, congresistas, y en Caquetá, por ejemplo, acabaron con todo vestigio de las élites políticas establecidas, en ese caso, la línea turbayista del partido liberal. Las guerrillas y paramilitares usaron las armas para agenciar intereses propios, pero también para favorecer a sus aliados políticos. Dirigentes y militantes de todos los partidos acudieron a las estructuras armadas para realizar pactos y solicitar la eliminación de sus opositores. Esta forma de actuar se normalizó, sobre todo, en el periodo entre 1997 y 2006 alrededor del proyecto paramilitar” (p.128)

“Los partidos políticos deben revisar estas historias, consignadas en miles de expedientes judiciales y en testimonios extrajudiciales, para hacer una revisión crítica de su pasado, pedir perdón y prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político. La inmoralidad del uso de la violencia, la corrupción y la mentira han resquebrajado la democracia representativa al punto que la comunidad política actualmente busca representaciones alternas a los partidos. Esa crisis de representación de estos deviene de su propio desdén por la democracia, el diálogo y la posibilidad de construir acuerdos civilizados (pp.128-129)

No hay derecho a la guerra 

“Si bien la historia muestra un país con una democracia restringida, imperfecta, semicerrada, con momentos oscuros donde el propio Estado usó la violencia ilegítima para detener la democratización, la guerra no ha servido para mejorar sino para profundizar las fallas de la democracia en el país. Colombia no es una dictadura y siempre han existido resquicios y espacios para ampliar la democracia e impulsar reformas de manera pacífica" (p.129)

“La democratización y la paz han sido empujadas por la sociedad civil, organizada y no organizada, y por una confluencia de actores, nacionales e internacionales que han apostado por la salida política. Los procesos democráticos que se cristalizaron en la Constitución de 1991 tienen detrás la agencia de movimientos sociales y políticos que, de manera democrática, empujaron tanto a la insurgencia como a sectores del establecimiento a aceptar que se necesitaba romper la exclusión heredada de la república conservadora” (pp.130-131)

La paz imperfecta 

“No basta con el silencio de los fusiles. En Colombia se han producido varios procesos de desarmes de guerrillas y paramilitares sin que ello haya significado el fin de la guerra y las violencias. Para dar paso al Frente Nacional, las guerrillas liberales y comunistas se acogieron a la amnistía, pero pronto se rearmaron ante el poco éxito de las reformas –sobre todo la agraria–, la rehabilitación y la falta de un programa sostenido de reconciliación nacional después de la guerra civil. Luego, el segundo gobierno del Frente Nacional atacó militarmente el problema, destruyendo cualquier espacio para la paz, y armó a los civiles en autodefensas anticomunistas" (p.131)

"En esta nueva oportunidad que tiene la paz, el reto de que no resurja la guerra es aún mayor. En los últimos veinte años, se ha vivido un proceso de desarme de las AUC y de las FARC-EP. Al mismo tiempo, ha habido un rápido reciclaje de los grupos armados emergentes y residuales, que se superpusieron en los territorios donde estas dos macroestructuras tuvieron dominio territorial, muy a pesar de que Colombia tiene uno de los aparatos militares más grandes del continente. La paz territorial es un proyecto que requiere del concurso nacional, de todos los poderes del Estado, de la sociedad civil y de la comunidad internacional” (p.132)

“Lo que demuestra amargamente esta experiencia es que la paz no crece silvestre. Así como la guerra se mantuvo durante 60 años a partir de decisiones políticas de sus actores, la paz requiere decisión política y, como condición de la democracia, reglas de juego, instituciones y valores. La paz no requiere solo concitar la voluntad política de la nación –y, por tanto, buscar un nuevo gran acuerdo nacional– y una acción más democrática por parte del Estado y sus instituciones: es necesario sanar la profunda herida que lleva Colombia en su alma colectiva, fruto de las diferentes violencias que se superponen en su cuerpo" (p.132)

Como se ha visto en el pasado, la reconciliación no emerge exclusivamente de los pactos o los programas gubernamentales. Necesitamos la paz grande y la pequeña. Desarmar no solo las manos y los cuerpos, sino el lenguaje, la mente y el corazón. La paz exige construirnos como una comunidad de hermanos, en la diferencia, pero bajo el abrigo de lo que nos une. Tenemos que usar ese hilo que sutura las heridas para tejer por fin una nación diversa y pacífica. La convivencia, la no repetición y la reconciliación nacional necesitan ser un proyecto que permee todas las instituciones, los planes de gobierno, la cultura, el espacio simbólico y, sobre todo, a cada individuo, y, en especial, a los líderes. Solo así se podrá lograr construir una nación pacífica. La nación del «no matarás»” (p.132)

Análisis

Si bien el Estado y la democracia en Colombia se han constituído a partir de guerras fratricidas, primero entre centralistas contra federalistas; luego entre conservadores contra liberales; y más recientemente entre derechistas contra izquierdistas, después de transcurridos más de doscientos años de violencia, dentro de una supuesta  República, pareciera que ha llegado al momento de construir la democracia basados en un espíritu de hermandad y conciliación, para que no nos sigamos destruyendo unos a otros.

Para ello el Informe de la Comisión de la Verdad destaca el rol de la sociedad civil, que puede jugar un papel fundamental en la pacificación del país, abriéndose a la participación de todos los colombianos, independientemente de su raza, etnia, cultura, género, edad, estrato socio-económico, credo político o religioso, e impulsando las reformas y el activismo social, que demuestren que el país es una verdadera democracia.

Conclusión

Dentro de este espíritu conciliatorio, en el que prevalezca la solidaridad antes que el egoísmo personal, deben emprenderse acciones múltiples, en las que la sociedad civil juega el papel central. Los partidos políticos debieran cesar la aludida polarización, y buscar caminos de entendimiento, con propuestas constructivas.


Para finalizar este post, quisiera enfatizar el último párrafo de la síntesis anterior, que señala la importancia de desarmar no sólo las manos y los cuerpos, sino también el lenguaje, la mente y el corazón, para construir la paz en una  comunidad de hermanos, siempre siguiendo el quinto mandamiento: "No matarás".


Referencia


(*) "Hay futuro si hay verdad", Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Primera edición, Bogotá, Colombia, Comisión de la Verdad, 2022. ISBN: 978-958-53874-5-4


Nota aclaratoria
: La Comisión de la Verdad fue creada en el Acuerdo de Paz firmado por el gobierno nacional y las FARC-EP en noviembre de 2016, como un organismo extrajudicial, temporal y como uno de los pilares del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición. Dicha Comisión fue integrada por once comisionados, los cuales fueron seleccionados en noviembre de 2017 y comenzaron a funcionar oficialmente en mayo de 2018. 

  

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Oración por la Paz en Colombia

Padre, Tú eres un océano de paz y nos regalas por medio de tu Hijo Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo este don, y lo siembras en ...